ERR. Primera entrega.

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Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 607, del Diario de Querétaro del 8 de mayo del 2016.

Decía Bertolt Brecht en su poema Die Bücherverbrennung (traducido como La quema de libros):

Cuando el régimen ordenó los libros con sabiduría peligrosa,

Quemar en público, carretas con libros a las hogueras,

Y todos los bueyes fueron forzados a hacerlo, pero

Uno de los poetas perseguidos al revisar, con gran estudio,

La lista de los quemados, se quedó estupefacto, pues su libro,

Había sido olvidado. Fue volando en la alas de la ira,

A su escritorio, y escribió una carta a las autoridades.

¡Quémenme!, escribió con gran pesar. ¡Quémenme!

¡No me hagan esto a mí! ¿No he dicho

Siempre la verdad en mis libros?

¡Y ahora ustedes me tratan como si fuera un mentiroso!

Yo les ordeno: ¡quémenme!

Lo anterior lo escribió poco después de enterarse que sus libros estaban en el catálogo a quemarse.

La palabra holocausto proviene del latín tardío holocaustum que lacónicamente significa “gran matanza de seres humanos”, de acuerdo a su primera y grave acepción. El peso de la historia ha nombrado con esa palabra a la aniquilación sistemática de millones de judíos acaecida en durante la Segunda Guerra Mundial.

Pero la idea del holocausto tuvo su origen en otra idea previa: el bibliocausto nazi.

En el calendario ponía 30 de enero de 1933. El entonces presidente de la República de Weimar, Paul Von Hindenburg, había resuelto otorgar a Hitler el título irrefutable de canciller. Tras el nombramiento, el rostro de Hitler cobró una extraña sonrisa con matiz de venganza: venía de una ridícula derrota en 1923 tras orquestar un fracasado golpe de estado, pero con este nombramiento se encaminaba hacia el poder absoluto en pos de la reforma para la recuperación del pueblo alemán.

Sentado ante un cúmulo de documentos propios y ajenos, Hitler fijo su mirada hacia tres objetivos: los judíos, los sindicatos y los partidos políticos a excepción del suyo. Desde aquella oficina con libreros de cedro, el canciller tenía la sensación de que habían quedado muy lejos aquella susceptible estampa del pequeño cabo estulto. Un poco más allá reposaba el retrato frustrado del pésimo artista y peor pintor. Ahora se había impuesto el monolito del sagaz político cuyas ideas reformistas habían cobrado un nuevo impulso. Aquella noche, Europa durmió hecha un polvorín.

Para el mes febrero de 1933 de ese mismo año, con base en la Ley para la Protección del Pueblo Alemán, asestaría varios golpes a la libertad de expresión: restricción a la libertad de prensa y la definición de los esquemas de confiscación de material que eventualmente pudiera considerarse peligroso, así como la derogación de la libertad de reunión.

A pesar de no ser alemán, la popularidad de Hitler seguía en aumento. Pero su inusitado éxito no se debía a su propia persona, sino al trabajo coordinado en dos frentes: Hermann Göring y Joseph Goebbels, el segundo con un fanatismo férreo y más acentuado que el primero.

Fue precisamente ese fanatismo exacerbado que le permitió a Goebbels persuadir a Hitler para extremar las medidas persecutorias, por lo que tiempo después fue designado como director de un nuevo órgano regulador del Estado: el Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio del Reich para la Ilustración del Pueblo y la Propaganda).

A causa de una maldita cojera (su renquear le había merecido varios apodos de los que nunca llegó a oír), Goebbels fue rechazado del ejército, por lo que se refugió en la academia. Su férrea disciplina y su interés por la comprensión del devenir occidental lo llevaron a obtener un doctorado en Filología en el año de 1922. Fanático de Nietzsche, no era raro verle en las aulas después de las clases devorando a los clásicos (los griegos eran su predilección) y textos de teoría social desde el enfoque marxista, y todo aquel volumen que cayera en sus manos, siempre y cuando hablara en contra de la burguesía. No era raro verlo en las aulas o en el auditorio del colegio declamando poesía o leyendo en voz alta textos dramáticos.

En la labor de limpia, Goebbels contó con el apoyo incondicional de la Gestapo y del Sicherheitsdienst, así como de Heinrich Himmler, después de que éste obtuvo el nombramiento de jefe de la SS. Este triple entente vicioso, no obstante, tuvo un contrincante: Alfred Rosenberg, el director de la Oficina de Supervisión General de la Cultura, la Ideología, la Educación y la Instrucción del NSDAP. Tan culto como Goebbels, y tan fanático como Göring, Rosemberg había ocupado un lugar especial en el corazón de Hitler tras publicar su libro El mito del siglo veinte, publicado en 1930, en donde se plasmaban sus ideas filosóficas, estéticas y políticas, con una cargada influencia hacia Arhur Shopenhauer. Aun se escucha en la oficina de Rosemberg lo que él interpretaba como un voto de confianza otorgado por Hitler:

–Hitler sabía naturalmente que yo tenía un conocimiento más profundo del arte y la cultura en comparación con Goebbels.

–Pero el trabajo de Joseph ha sido determinante para disuadir al pueblo de la propaganda oposicionista.

–No lo dudo, pero Goebbels solamente llegó a la superficie. La profundidad, a donde hemos llegado, yacía intacta.

–Entonces, ¿por qué Hitler mantiene en ese puesto de semejante responsabilidad a Goebbels?

–Hitler nunca disminuyó su cariño hacia Goebbels, le perdonó todo, inclusive esa perversa fascinación por las prostitutas.

–Pero eso podría interpretarse un agravio contra el Reich.

–Hitler decidió dejar a ese hombre en la dirección de esa esfera que, más que darle poder, lo complementaba desde un punto de vista filosófico. Quizás eso explique el modo en que Joseph Goebbels pudo ganarse la confianza del Führer del modo que yo jamás podría ni siquiera intentar.

El rol de Rosemberg sería efectivo solamente hacia la política exterior, en la reeducación de las naciones invadidas. Sin embargo, Rosemberg tuvo el suficiente poder como para constituir la Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (ERR), órgano de gobierno que iría más allá de la vulgar quema de libros: se encargaría de confiscar bienes culturales para beneficio del Institut zur Erforschung der Judenfrage (Instituto para la Investigación para la Cuestión Judía).

Para el año de 1940, desde su oficina central, Rosemberg había redactado la orden que apremiaba a conseguir libros para la mítica biblioteca nazi llamada Hohe Shule, la cual tendría su sede en Baviera. La biblioteca estaba adscrita al proyecto mayor de la fundación de la Escuela Superior de la NSDAP, la universidad con mayor élite en todo el mundo la cual funcionario como núcleo de otros proyectos alineados a la ideología de Rosemberg.

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