Lecciones aprendidas de la piedra en el camino.


Hacia las 6:12 a.m. sonaba «Space Oddity» cuando, en la incorporación a la carretera que me lleva a la autopista, rumbo al trabajo, no pude evitar una piedra de cerca de 60 cm3. En una fracción de segundo (siempre quise utilizar esta frase en un ejemplo manifiestamente real) me decidí por la última de las siguientes tres opciones:  girar a la derecha con el riesgo de salirme de la carretera; virar a la izquierda con la improbable posibilidad de salvarme ante una inminente colisión de un tráiler que circulaba junto a mí; confrontar al monolito con las manos bien puestas sobre el volante. El impacto por poco provoca una siniestra combinación entre las primeras dos opciones.

Tras el golpe, de manera estúpida y obstinada quise obligar a la realidad de que se trataba solamente de un neumático pinchado. Ni las maniobras al azar en la oscuridad para insertar la llave en los birlos, ni mis desplantes alarmistas para desviar a los automóviles que venían en impuntual y apurada secuencia, ni esa necesidad urgente de beber un café en aquellos momentos me perturbaron: yo no había tenido la culpa. No cometí ninguna imprudencia vial. No iba a exceso de velocidad. No desafié al destino en pos de una apremiante puntualidad. Fue un accidente: un suceso eventual que alteraba con toda su furia el orden aparente de mi rutina habitual.

Durante las cuatro horas siguientes en las que traté de cambiar el neumático, rogaba a dios en que no pasara un policía federal (en México, macabra ironía, frecuentemente es deseable que no aparezca la policía) y, mientras llegaba el seguro, las siguientes fueron ideas que, confundidas entre autoconsuelos y reclamos al aire como petardos en colonia popular, resonaron en mi cabeza:

  • Ser parte de un accidente te puede librar de culpabilidad aunque nunca de tu responsabilidad. Si eres victimario pagas; si eres víctima también.
  • En Querétaro, nadie sabe si por daños en la carretera el usuario tiene derecho a un seguro. Y, si así fuese, para cuando hubieres terminado el trámite seguramente ya se habrá convocado a nuevas elecciones para gobernador.
  • No hay roca pequeña. Respetar los límites de velocidad sí puede salvar tu vida. Y sí, a los traileros no les interesas.
  • «Space Oddity» es una gran elección para manejar al trabajo en martes.
  • Los antitranspirantes sí funcionan, incluso después de sobrevivir a un derrapón, a la danza del riesgo vial y a la angustia que provoca la posible llegada de un policía federal.
  • Por cada trece mentadas de madre hay un buen samaritano que te pregunta si estás bien.
  • Gritar leperadas ayuda a liberar estrés. Pero es mejor hacerlo después de cerciorarte de que no has muerto.
  • Aunque la operadora de la aseguradora te pregunte con timbre terso «¿Se encuentra Usted bien?», y a pesar de que el ajustador llegue una hora después y te pregunte «¿Se encuentra Usted bien?», el mejor servicio a clientes lo sigue teniendo Netflix.
  • Además de ser poco soluble al agua, la adrenalina tiene una duración relativamente prolongada.
  • No está nada mal regresar al transporte público. Pero, aunque lo usaste por décadas, no olvides tener en mente la tarifa del camión. Es pedante preguntar al chofer «¿Cuánto cuesta?», al menos para la gente que habitualmente usa ese servicio porque no tiene la más remota posibilidad de comprar un auto.
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Paréntesis.

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Para los que somos turistas pendulares, la carretera es nuestro sitio de recreo. Un recorrido diario de 45 minutos o de 75 kilómetros de ida y los mismos de regreso (el lector puede elegir su propia medición) es una terapia autoinfundida. El sonido del motor a veces sustituye al de los latidos.

Pero hay espacios, a veces gratuitos, que rompen con la cotidianidad de la cinta asfáltica. El usuario puede entablar un diálogo transparente con los espejos de esos espacios. O al menos una invitación lacónica pervive. En su mayoría están conformados por una habitación efímera, condenada a recibir perpetuamente heces como instantes. Los pensamientos fugaces de los conductores cotidianos quedan entramados en un ir y venir de autos vedados al deseo de fuga.

En esos espacios donde cualquier presencia es ajena, la conciencia no sirve porque no hay sentido de pertenencia a ninguna parte. La acción absurda de mirarse al espejo es una burla de uno mismo. Y así, los espacios van acumulando retratos móviles de turistas inéditos.

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