Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 597, del Diario de Querétaro del 21 de febrero del 2016.
En aquel martes 28 de agosto de 1984, Gabriel García Márquez abandonaba México para instalarse en Cartagena de Indias, Colombia, para terminar su más reciente novela, una aventura narrativa que implicaba un riesgo creativo entre la narración cursi y la historia de amor de la literatura rosa: El amor en los tiempos del cólera (Sudamericana, 1992).
Ese mismo día, la URSS presumía que tenía en su poder 378 misiles nucleares del tipo SS-20 de medio alcance, de acuerdo a un portavoz del gobierno de la República Federal Alemana. Del total, 243 misiles apuntaban a blancos ubicados en Europa occidental.
Por esas fechas, Bruce Springsteen discutía acaloradamente con su productor y representante, Jon Landau, quien le insistía a “The Boss” para que incluyera una canción de impacto comercial en su nuevo disco. A pesar de la negativa inicial, y tras reunir algunas canciones que habían quedado fuera del disco “Nebraska” (1982), la canción “Dancing in the dark” fue incluida de último momento en “Born in the USA”, que sería lanzado en septiembre de ese año y que significaría el éxito mundial definitivo del músico nacido en Long Beach, Nueva Jersey.
En la mañana de aquel martes de 1984, en Amstetten, Austria, Josef Fritzl, un electricista jubilado y de apariencia afable, sorprendió a su hija Elisabeth tratando de escapar de casa. Elisabeth tenía entonces 18 años de edad, mientras que Josef contaba 50. De personalidad tímida e introvertida, recordado por ser un tipo solitario, Josef le pidió a Elisabeth que le ayudara a llevar una carga al sótano de la casa, tratando de sobreponerse al hecho de que su hija pretendía huir del lecho familiar. Elisabeth no volvería a ver la luz del sol sino hasta el 2008.
Durante los primeros dos días, Josef mantendría a Elisabeth esposada a un poste. En los siguientes nueve meses, la chica habría de ser atada con una cuerda con el largo suficiente para alcanzar el baño del sótano. Rosemarie, esposa de Josef y madre de Elisabeth, recibió una carta de su hija donde ésta ofrecía disculpas y rogaba por comprensión, ya que había decidido escaparse con una secta religiosa. Posteriormente se sabría que tanto la carta como grabaciones posteriores fueron hechas por la propia Elisabeth a base de amenazas por parte de su padre.
Tras la fachada del hombre amable que acostumbraba a pasear en su Mercedes Benz disfrutando de su tiempo de retiro, y de sus siete hijos (seis, descontando a Elisabeth), se ocultaba un sujeto abyecto que había intentado violar a una mujer de 21 años en 1967, y que había conseguido ultrajar a otra de 24 años, por lo que lo habían condenado a 18 meses de prisión. ¿Acaso no había información que diera cuenta del comportamiento criminal de Josef? En Austria, los antecedentes por delitos sexuales desaparecen tras 10 o 15 años dependiendo la gravedad del caso.
En su enorme y tortuoso tiempo de cautiverio, tras ser violada en incontables ocasiones, Elisabeth tuvo siete hijos, un par de ellos gemelos, aunque solamente uno de ellos sobrevivió, mientras que el pequeño cadáver del otro fue incinerado por Josef en un horno, al estilo de los campos de concentración. Algunos de los hijos tuvieron la suerte de “aparecer” frente a la puerta de los Fritzl, supuestamente a petición de Elisabeth, quien mandaba mensajes donde expresaba que se encontraba bien y que no fuera buscada por ningún motivo. Los otros hijos tuvieron que sobrevivir en condiciones insalubres en aquel cuarto de 60 metros cuadrados y 1.70 metros de altura.
Tras descubrirse los hechos de manera fortuita, Josef fue condenado a cadena perpetua y a tratamiento psiquiátrico. Rosemarie, quien en todo momento negó estar enterada de las actividades de su esposo, quedó absuelta. Elisabeth y sus hijos (¿hermanos?) recibieron una nueva oportunidad para seguir con aquello que raquíticamente seguía llamándose vida.
En su ensayo titulado La aventura de la familia, G. K. Chesterton propone la siguiente tesis: “Nos hacemos nuestros amigos; nos hacemos nuestros enemigos; pero Dios hace a nuestro vecino de al lado. De ahí que se nos acerque revestido de todos los terrores despreocupados de la naturaleza; nuestro vecino es tan extraño como las estrellas, tan atolondrado e indiferente como la lluvia. Es el Hombre, la más terrible de todas las bestias”. Por su parte, Simónides (Ceos, 556 a. C. – Siracusa, 468 a. C.), poeta cuya tradición lírica le atribuye el canto a los hombres por sobre mitos y dioses y la creación de la mnemotecnia, cantó en su Lamento a Dánae y a su bebé Perseo: “¡Ah, hijo, qué angustia tengo!/Pero tú dormitas, duermes como niño de pecho/dentro de este incómodo cajón de madera/de clavos de bronce que destellan en la noche/tumbado en medio de la tiniebla azul oscuro”. (Lamento de Dánae, trad. de Carlos García Gual, en Antología de la poesía lírica griega (siglos VII-IV a. C.).”
Emma Donoghue (Dublín, 1969), escritora e historiadora, entre la persistencia de Chesterton y el lamento de Simónides, se sintió atraída por el llamado caso Fritzl. Es así como surge La habitación (Alfaguara, 2011), novela que narra la historia de Jack, un niño que está cumpliendo cinco años, y que vive en una habitación, un sótano que constituye su mundo entero, el lugar donde nació, come, crece, juega y convive con sus amigos imaginarios: el clóset, la mesa, la silla, el baño… Mamá, el otro ser humano que cohabita con él, lo mete a dormir en el armario para que el Viejo Nick no se moleste cuando entre a la habitación. El ruido de un Jeep y los sonidos característicos de un sistema electrónico de seguridad son las alertas que indican con inclemencia que es hora de esconderse, contar hasta diez, hasta cien, hasta mil… y dormir, mientras se escucha la cama chirriar.
El universo de Jack es el crudo espacio reducido donde mamá ha sido encerrada durante siete años. Con esa persistencia que conmina al ser a perseverar, a sobrevivir a base de resiliencia y de amor, la mujer cautiva ha construido un mundo habitable para su hijo, de ella y de su secuestrador.
De manera paralela y proporcional, la curiosidad de Jack se integra a la desesperación de mamá (reducido a un ser anónimo), para quien es imposible seguir soportando lo insoportable, por ejemplo, el ser violada de forma rutinaria enfrente de Jack, el producto de una de las tantas violaciones. En su eventual y peligrosa salida al exterior, Jack piensa: “Muerto, Camioneta, Correr, Alguien… No, Soltarme, luego Saltar, Correr, Alguien, Nota, Soplete. Me he olvidado de Policía antes de Soplete. Es demasiado complicado, voy a estropearlo todo y el Viejo Nick me va a enterrar de verdad y Mamá me estará esperando aquí siempre.”
La adaptación cinematográfica de La habitación tiene cuatro nominaciones al Oscar: mejor película, mejor actriz (Brie Larson, quien seguramente se llevará el galardón), mejor dirección y mejor guión adaptado por la misma Emma Donoghue.
La habitación (Room, 2015, de Lenny Abrahamson) es sin duda, caro lector, la película más impactante del año, quizás muy por encima del texto original. Pocas veces se tiene la oportunidad de sentirse avasallado ante una experiencia estética cinematográfica y literaria. No se puede dejar pasar la oportunidad.