


Para los que somos turistas pendulares, la carretera es nuestro sitio de recreo. Un recorrido diario de 45 minutos o de 75 kilómetros de ida y los mismos de regreso (el lector puede elegir su propia medición) es una terapia autoinfundida. El sonido del motor a veces sustituye al de los latidos.
Pero hay espacios, a veces gratuitos, que rompen con la cotidianidad de la cinta asfáltica. El usuario puede entablar un diálogo transparente con los espejos de esos espacios. O al menos una invitación lacónica pervive. En su mayoría están conformados por una habitación efímera, condenada a recibir perpetuamente heces como instantes. Los pensamientos fugaces de los conductores cotidianos quedan entramados en un ir y venir de autos vedados al deseo de fuga.
En esos espacios donde cualquier presencia es ajena, la conciencia no sirve porque no hay sentido de pertenencia a ninguna parte. La acción absurda de mirarse al espejo es una burla de uno mismo. Y así, los espacios van acumulando retratos móviles de turistas inéditos.