La espuma de los días de Boris Vian

Una definición interesante de literal la podemos encontrar en William Wilson de Edgar Allan Poe: todo lo que los pobres de entendimiento ven en una pintura.

Lo literal se dispersa al ritmo de las redes sociales. Lo literal determina la tendencia de los contenidos, y éstos, a condición perversa de la ignorancia del espectador y la nostalgia de otros tiempos, se siguen ofreciendo al espectador de lo literal.

Quizás sea esta la razón que nos enfrentemos a una especie de involución de clásicos contemporáneos. En esta semana ya nadie se refirió al remake de It (Andy Muschietti, 2017) y nos enfocamos más en Coco (Lee Unkrich, 2017). Aunque infinitamente superior a la primera, la entronación de Coco como tributo cultural a lo que llamamos mexicano se debió mucho a la dispersión de lo literal en redes sociales: la película está buena porque nos hace llorar a los mexicanos. Obviamente el mensaje va más allá de lo literal.

Lo sutil pierde terreno ante lo literal. Me imagino que si uno de los escritores contemporáneos recreara El bordo (Fondo de Cultura Económica, 1960) de Sergio Galindo, seguramente estaríamos frente a un narcorrelato, con buchonas, acribillados, decapitaciones, narcocorridos y ajustes de cuentas.

No recuerdo las circunstancias que me trajeron a leer La espuma de los días (Alianza Editorial, 1993) de Boris Vian, pero no dudaría que fue a través de la curiosidad que provoca el universo del jazz. Nos encontramos frente a una novelita emblemática que, por principio de cuentas, se encarga de desbrozar nuestro criterio de lo literal. Un universo de fantasía y multicolor que en pleno siglo XXI no envejece a pesar de haberse escrito en la segunda mitad de la década de los cuarenta.

El exhorto en el prefacio de la novela es emblemático: “En la vida, lo esencial es formular juicios a priori sobre todas las cosas. En efecto, parece ser que las masas están equivocadas y que los individuos tienen siempre razón. Es menester guardarse de deducir de esto normas de conducta: no tienen por qué ser formuladas para ser observadas”.

Sí, la novela se encarga de esto. Se trata de una ridiculización a las clases altas, al estilo de vida cursi, a la vocación por frivolizar la vida en consonancia por el amor de las cosas caras. No obstante, y aquí es donde se presenta una de las ironías geniales que determinará el rumbo de la narración, la historia que se cuenta en La espuma de los días es enteramente verdadera, ya que se la ha inventado el autor de cabo a rabo: “Su realización material propiamente dicha consiste, en esencia, en una proyección de la realidad de una atmósfera oblicua y recalentada, sobre un plano de referencia irregularmente ondulado y que presenta una distorsión”.

Ante este escenario, solamente es posible que existan dos cosas en esta vida, de acuerdo al autor: el amor en todas sus formas, con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. ¿Qué hacemos con lo demás? Debería de desaparecer porque lo demás es feo.

En esta historia de amor que se torna en una amarga y plomiza tragedia, desde el principio somos invitados a entrar a la casa de Colin, uno de los protagonistas, una opulenta residencia con el servicio de cocinero disponible de manera permanente, un tipo carismático, servicial y talentoso llamado Nicolás. También conocemos a Chick, el mejor amigo de Colin, adicto a los libros, específicamente a aquellos donde se presentan los postulados filosóficos de Jean Sol Partre (si usted se rió, caro lector, no le extrañe que un servidor no acuda a lo literal para explicar este anagrama), y cuya adicción, ya de por sí enfermiza, deviene en una desviación viciosa en espiral fatal. Chick se hace acompañar de su novia, Alise, quien abonará con gravidez a la imagen de un amor imposible entre ella y Colin, otro desafío más a lo literal.

El repertorio de personajes se cierra con Chloé, una chica con hermosura sui generis que inspirará a Colin a lanzar frases como esta: tu piel es tan suculenta como la sopa de almendras. Cuando Colin conoció a Chloé, éste tragó saliva, la boca le ardía como si la tuviera llena de buñuelos ardiendo:

–¡Hola!… – dijo Chloé.

–Hola… ¿Eres una versión adaptada por Duke Ellington?… –Preguntó Colin. Y se marchó porque estaba convencido de que había dicho una estupidez.

Bajo esta tónica, el desafío a lo literal se imprime en cada una de las páginas, al tiempo en que la historia da un giro a partir de que a Chloé le va creciendo un nenúfar en el interior de uno de sus pulmones. En ese punto de quiebre, la realidad opulenta se pervierte. El autor nos conduce a un camino trágico con lo peor de la vida: la enfermedad en la descomposición de Chloé; el trabajo (Colin se ve obligado a trabajar en las peores condiciones para poder pagar el tratamiento de Chloé); la adicción hacia lo políticamente correcto (Chick engendra sentimientos malignos en su incontrolable fascinación por la obra de Partre); la religión inútil, burócrata, absurda y vacía; y el fanatismo ideológico en cualquiera de sus facetas.  Todo esto se cuenta desde una virtuosa sutileza ajena a la inmediatez vulgar de lo literal.

A cada página se abre un misterio. En cada pequeño capítulo (¡a pesar de sus 261 páginas es un prolífico universo narrativo!) se abre un clúster multicromático de posibilidades infinitas, narradas a modo del hard bop más elucubrante de Ellington.

La siguiente playlist también se hace presente en el libro:

  • Take the ‘A’ train.
  • Caravan
  • Chloé.
  • The mood to be wooded.
  • Sophisticated lady.
  • Fleurette africaine.
  • Slap happy.

No me referiré a la adaptación cinematográfica porque ésta, de manera deplorable, más cercana al pop que al jazz, acude a lo literal y sacrifica lo sublime. La espuma de los días es un libro que ningún lector debería de vivir sin leer.

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