Esto no es una elegía

Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 647, del Diario de Querétaro del 29 de febrero del 2017.

La muerte es ante todo un fenómeno. Por eso parece absurdo que surjan religiones en su nombre. Básicamente se trata de un fenómeno biológico y fisiológico, de allí que se deduzca que sea propia de seres vivientes y corpóreos.

La muerte es la contundente evidencia de que la vida ha cesado, la implacable extinción de las actividades vitales: dejamos de crecer, de asimilar, de reproducir. La conciencia, el apetito y el asombro de los sentidos llega a su fin. El movimiento del cuerpo y su vocación sensitiva se han terminado.

Tras la muerte se da paso al protocolo del rigor mortis. A temperatura normal, este signo aparece después de tres o cuatro horas de que se ha declarado la muerte clínica. Entonces comienza el proceso de rampante rigidez que concluirá tras doce horas continuas. El camino a la descomposición, la resolución de las materias inorgánicas de lo que alguna vez estuvo vivo.

En ese momento nos encontramos ante la esencia de la muerte: el principio vital que da forma y organiza el dinamismo vegetativo, sensitivo e intelectual de la vida se ha separado del cuerpo. Por la edad, la enfermedad, las lesiones, o la combinación de éstas, el cuerpo ya no es capaz de sostenerse en vida. Con esta separación, las almas de las plantas, de los animales y de las personas fenecen, porque para dichas almas es imposible sobrevivir sin el cuerpo.

La muerte es la máxima certeza a priori con la que contamos los seres humanos al nacer, pero su sola presencia es funesta. A pesar de que es el primer paso de la supervivencia supracorporal, inmortal, su insurrección sigue siendo inefable.

El pensar y el querer ya no aparecen ligados al cuerpo. Si ayer tenía ganas de ir a tomar un café, o estaba pensando en desarrollar aquella idea de cuento en donde hablaba de un muchacho sentado frente a una libreta en blanco y una taza de café, ahora no es más que una ausencia de corporeidad. ¿Acaso la muerte nos desliga de toda corporalidad en un decreto de finitud? ¿O nos conduce a una relación abierta con el mundo?

Lo peor de morir es morirse en domingo. No hay doctores, enfermeros, camilleros, trabajadores sociales, bancos, oficinas abiertas… no hay ánimos ni el carácter cotidiano para procesar la defunción.

A pesar de nuestra torpe obstinación, la muerte avisa. Al menos en el Tibet, ésta usa como medio al cuerpo. De acuerdo a Guillermo Sheridan, “su vademécum, titulado Bar-do thos-grol chen-mo, explica que se puede ingresar a los “estados intermedios” (o sea: morirse) ya por vejez y agotamiento del karma, ya por golpe cruel y a destiempo. Mezcla de básica psicología, observación pragmática y lo que en Occidente llamamos “pensamiento mágico”, ese manual arcaico registra las señales que deben atenderse para tomar providencias”. Algunos otros simplemente decidimos ignorar la información del cuerpo y nos entregamos en exceso al placer de comer y beber.

La muerte corona a la vida al redondearla en su totalidad. De esta manera, con la muerte, la vida manifiesta su sentido último. La muerte significa un movimiento dual para el hombre: es regresar a la unidad interiorizada del espíritu, pero lo hace desde la multiplicidad exterior del mundo espacio-temporal. El ciclo se ha cumplido.

Para efectos de gestión, el nombre del difunto pasa a ser un número de expediente, de cuarto o de cama. Algunas enfermeras recordarán su nombre o se referirán a él recurriendo a eufemismos: “Se murió el abuelito de la D6”. Es momento de la anécdota.

Entre el espacio de la parada de camiones y la entrada a Urgencias, sobre la acera de avenida Zaragoza que circunda al Hospital Regional número 1 del IMSS, hay un espacio que desde hace por lo menos treinta años me ha llamado la atención. Se trata de unos cuartos que permanecen con las puertas abiertas día y noche. Los pocos vehículos que se estacionan (estos cuartos cuentan con su propio espacio de estacionamiento) lo hacen por lapsos no mayores a una hora, recurrentemente camionetas. Ahora comprendo por qué se encuentran preferentemente con las puertas abiertas: allí se ubican los racks con cuatro charolas cada uno, sobre las que se depositan los cadáveres embolsados de quienes acaban de fallecer; necesariamente ese lugar se tiene que mantener ventilado. En ese espacio vulgarmente diáfano se hace la identificación de los cadáveres, no de la manera dramática en la que se nos ha infundido desde el cine o la televisión. Es como si te preguntaran si ése par de zapatos es tuyo. La posibilidad a responder no es raquítica.

Entre 10 y 20 mil pesos en promedio es la cantidad mínima que los familiares del difundo deberán de gastar para sepultarlo o cremarlo. Y como ni la muerte es igualador de clase social, en el servicio de velatorios del IMSS se pueden elegir urnas para cenizas desde 275 hasta con valor superior a los 2500 pesos. Si por las características del cadáver se requiere embalsamar, se cobrará un costo adicional de 1200 pesos. No es mala idea tener lista una muda de ropa para el difunto, si se sigue el procedimiento tradicional del velorio, los dolientes deseasrán verlo por última vez.

¿Alguien piensa en los vecinos de los velatorios de la calle Guerrero? Además de los gritos, llantos, cánticos de plañideras y problemas de estacionamiento, deben de sortear a personas recargadas en las paredes, recoger la basura de los dolientes y resignarse a esperar con paciencia a que se estacione la carroza.

Kierkegaard, Sartre, Rilke y Heidegger coincidían en ver al hombre como un preso en el mundo. Por sus vanidades, el hombre corre el riesgo de perderse a sí mismo, porque se le ha desfigurado la totalidad de su existencia. Solamente, a través de experimentar su ser-para-la-muerte y abrazándolo con resolución, asciende al carácter holístico de su existir y a la plenitud de su humanidad, desde la cual domina lo intramundano. Por lo tanto, solamente se encuentra el sentido justo de la vida si el ser para la muerte significa en definitiva la unión más íntima del hombre con Dios y la muerte, su abismarse en él, de acuerdo a Kierkegaard.

No obstante, todo se tornea incierto cuando la muerte se traduce en un volcarse irrefrenable hacia la nada, de acuerdo a Sarte. Por su parte, Heidegger afirma que no queda tampoco en la muerte más que la nada, pero esta nada es el velo del ser y no permite de ningún modo una interpretación nihilista.

La cremación de un cuerpo tarda entre una hora y media y dos horas. Para solicitar el permiso de cremación uno deberá de acudir a las oficinas del registro civil en el antiguo palacio de gobierno municipal, en el Jardín Guerrero. Hasta las 22:30 horas una señora, con la amabilidad de una taza de café frío, se encargará de expedir los permisos necesarios para la cremación. Tenga cuidado, caro lector, de que no confunda el nombre de usted con el de su difunto. Todavía no.

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ERR. Segunda entrega

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Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 608, del Diario de Querétaro del 15 de mayo del 2016.

Fue en una mañana de abril cuando, a las puertas de su casa, Martin Heidegger recibió un enorme sobre con matasellos de la Universidad de Friburgo. Entró a la sala y, no sin cierta desesperación, abrió de inmediato aquél elegante pliego. Se trataba de una invitación personal para que asistiera a la ceremonia que se celebraría en su honor, con motivo de su nombramiento. Quizás sin sorpresas, leyó nuevamente la invitación. La ceremonia se llevaría a cabo la siguiente semana.

No era para menos. Tras haberse adherido junto a otros importantes filósofos e intelectuales a la ideología de Goebbels, Heidegger había sido nombrado rector de la Universidad de Friburgo, institución que lo había visto crecer meteóricamente como intelectual, primero como discípulo de Carl Braig y Heinrich Rikert, de quienes adquirió los conceptos fundamentales del neokantismo, para posteriormente fungir como asistente de Edmund Husserl, de allí su innegable influencia fenomenológica.

Después de que hubo recibido su nombramiento, con inusitado entusiasmo, y con la efervescencia política del momento, Heidegger se registro como miembro del NSDAP, Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, por sus siglas en español.

En aquel abril, quizás bajo el influjo de la misma efervescencia, hordas de estudiantes universitarios e intelectuales salieron a las calles Düsseldorf para la destrucción de libros. Mientras huía por la acera de Königsallee, Ana, una joven historiadora egresada de la Universidad de Düsseldorf, se recriminaba a sí misma por no haber logrado rescatar a más autores:

–Los están matando, los están quemando a todos. ¡Nadie saldrá vivo de aquí!

No importó el peso de la Historia. Hacia 1773, en esta ciudad se fundó la Academia de Bellas Artes más antigua de todo Europa.

Pero aquello era solamente un preludio a lo que estaba por ocurrir realmente. Relativamente cerca de Düsselfdorf se encuentra Colonia, la ciudad que vio nacer la rampante industria alemana. El día 5 de mayo, hordas de estudiantes de la Universidad de Colonia se organizaron en la explanada central para tomar la biblioteca. De allí sustrajeron todos los libros posibles que hubiesen sido escritos por autores judíos. Cuando hubieron regresado a la explanada con bolsas, cajas, y demás herramientas para el acarreo de libros, levantaron una inmensa pira a donde fueron a parar todas las obras. Prácticamente ningún libro sobrevivió.

Al siguiente día se repitió lo mismo, en esta ocasión en el Instituto de Investigación Sexual de Berlín. Una enorme multitud de estudiantes en contubernio con las Juventudes Nazis lograron incinerar cerca de media tonelada de libros en un solo acto.

A la par de los atentados, y tras largas y álgidas reuniones nocturnas con sus principales colaboradores y representantes del sector estudiantil, Goebbels estableció el 10 de mayo como el día para combatir el desagravio intelectual que seguía lacerando la cultura alemana, de acuerdo a su hipótesis. Sin embargo, desde el 8 de mayo los atentados contra las bibliotecas se seguían multiplicando. Y no se iban a detener.

Aquella tarde del 8 de mayo, entre la muchedumbre que se congregaba alrededor de la pira libresca asentada sobre la plaza central la Universidad de Friburgo, un jocoso Heidegger participaba con ahínco arrojando cientos de volúmenes escritos por autores judíos. Aquello era una fiesta. Las miradas de soldados alemanes se comenzarían a acostumbrar a las cenizas sobrevolando sus cabezas.

El 9 de mayo, un día antes del movimiento para abatir el desagravio cultural, un Goebbels desbordado habría de pronunciar el siguiente discurso en la ciudad de Kaiserhof:

–Protesto contra el concepto que hace del artista un ser apolítico. Ningún artista puede ni debe de mantenerse en la retaguardia. Todo aquel que se ufane de ser artista debe de tomar las banderas y marchar al frente.

Otto, Max, Erick y otros tantos talentosos artistas, virtuosos interpretes en su mayoría de las obras de Goethe y Schiller, recibieron con júbilo las palabras de Goebbels, a grado tal que decidieron acompañarlo en su encomienda: eliminar todo rasgo judío de la cultura e idiosincrasia alemanas.

Desde las primeras horas de aquel 10 de mayo, en los rincones de la Universidad Wilhelm Von Humboldt, comenzó a resonar una insistente melodía coral que hacía correr a los estudiantes que aún se afanaban a tomar cursos como si corrieran días normales:

“Contra la clase materialista y utilitaria,

Por una comunidad de pueblo,

Y una forma ideal de vida,

¡Marx!,

¡Kautsky!”

Stella alcanzaba a escuchar los gritos y cánticos de los miembros de la Asociación de Estudiantes Alemanes. Parecía increíble que ni los propios muros de la biblioteca pudieran repeler el escándalo del exterior. Fue al dar vuelta a la siguiente página que un sonoro golpe rompió el silencio hasta ese momento sagrado de aquel recinto. Stella ocultó instintivamente su Hemingway bajo el brazo y se dirigió al ala norte de la biblioteca. Milagrosamente, ayudada por su inopinada presencia y su lúgubre aspecto, Stella logró pasar inadvertida. Los miembros de la Asociación comenzaron a recolectar todos los libros de autores judíos. Tras cerca de dos horas, la pira congregaba cerca de 25 mil títulos. Stella pudo conservar su Hemingway, aunque le dolió no haber podido hacer algo más por Broch, Freud, Bretch…

–¡Heil!– grito Goebbels minutos antes de la medianoche. Sabía que no lejos de ahí Rosemberg estaba llamando la atención de Hitler. Era el momento de demostrar quién mandaba.

–La era del intelectualismo judío ha llegado a su fin. El día de hoy la revolución alemana abre las puertas nuevamente a una nueva forma de vida que nos permitirá llegar a la verdadera esencia del ser alemán. Pero no se confundan. Esta revolución no comienza desde arriba. Se inicia desde abajo, desde sus raíces, y continua con pulso implacable en ascenso…

La gente, en su mayoría estudiantes y personas vinculadas con el arte, colmaron la plaza con sus aplausos. Tras un breve silencio Goebbels continuó:

–Por esa razón, en el mejor sentido de la palabra, esta revolución es la expresión genuina de la voluntad del pueblo. En los últimos años, ustedes, estudiantes y artistas, recibieron la peor humillación posible con el pretexto de la República de Noviembre, que consistió tácitamente en inundar sus bibliotecas con la basura y corrupción de la mierda literaria de los judíos. Esto provocó que nuestra ciencia y nuestra cultura se aislaran irremediablemente de la vida alemana. Pero eso está por terminar.

Una nueva andanada de aplausos estimularon el brío de un Goebbels plenamente emocionado y entregado. Prosiguió:

–Las revoluciones que son genuinas no se detienen con nada. Ninguna área debe de permanecer intocable. En verdad les digo: ustedes están haciendo lo correcto en este día, a esta hora, en el instante en que entregan a las llamas al espíritu diabólico del pasado.

 

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