Cómo NO escribir una novela

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Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 610, del Diario de Querétaro del 29 de mayo del 2016.

Si en Querétaro imitásemos la ‘estrategia’ de John Kennedy Toole (Nueva Orleans, 1937-Missisipi, 1969) seguramente se multiplicarían los suicidios de escritores nóveles. De por sí.

Con una perspectiva inclinada hacia un sincretismo extraño y ecléctico, y no sin esfuerzos, Kennedy Toole logró doctorarse con honores de la Universidad Tulane, cuyos estudios consiguió combinar con una vida bohemia y un trabajo de obrero en una maquiladora de ropa masculina. Lo anterior después de haber servido en Puerto Rico como soldado traductor a encomienda de su servicio militar realizado a principios de la década de los años sesenta.

La maquila y los conocimientos universitarios lo dotaron de los rudimentos necesarios para escribir La conjura de los necios (Anagrama, 1980). Un editor de la prestigiosa Simon & Schuster emocionó en balde al autor, arguyendo al principio que la obra era tan hilarante como conmovedora. Posteriormente, el mismo editor cambió de parecer al argumentar que la novela no trataba de nada. La conjura de los necios fue rechazada.

Tras un periodo de autodestrucción y depresión profunda, John Kennedy Toole decidió quitarse la vida el 26 de marzo de 1969. Del ingenio método que el escritor utilizó para su suicidio podríamos ocuparnos en otra ocasión, caro lector.

Fue gracias a la lucha incansable de Thelma Toole, madre de John, que la obra llegó finalmente a una editora que acogió el texto con grandes expectativas alimentadas principalmente por el autor Walker Percy, quien fue poco menos que acosado por Thelma Toole para que la obra del hijo de ésta pudiera ser finalmente publicada.

La estrategia, que exigió un alto grado de compromiso por parte de la madre del autor y, ¡ni qué decirlo!, del propio John Kennedy Toole, dio resultado. El libro se convirtió en un éxito editorial inmediato, a grado tal de hacerse acreedor al premio Pulitzer de novela en 1981.

Si usted, caro lector, se encuentra con que ha sido el creador de una obra maestra, la estrategia Kennedy Toole siempre será una opción. Pero si no es el caso y, por el contrario, está entrando al defenestrado mundo irónico de la creación literaria tal vez haya un recurso que le puede resultar eventualmente útil.

Cómo no escribir una novela (Paidós, 2014) de Howard Mittelmark y Sandra Newman no es un manual de creación literaria. Se trata de una numerosa serie de consejos que los editores, aquellos seres malignos que viven de dedicar su vida a rechazar novelas, no nos dirán personalmente a los escritores de carne, hueso y corazón. En este libro se señalan los principales errores que los macabros editores reconocen instintivamente al instante (valga la aliteración, caro lector), porque los encuentran una, y otra, y otra vez en la cantidad ingente de novelas que no son contratadas.

Fumar puede provocar cáncer. No cruces el semáforo si éste está en luz roja. Si conduces a toda velocidad en la Cuesta China puedes acabar mal. Si tienes relaciones sexuales coitales genitales sin condón puedes a) embarazar o embarazarte; b) contraer una enfermedad venérea. De este tipo son las observaciones que se hacen en el libro a los escritores aspirantes a ser publicados. Veamos.

Al principio de la trama.

El calcetín perdido: cuando el texto es demasiado endeble.

Ejemplo: <<Idiotas>>, pensó Thomas Abrams, meneando la cabeza cuando acabó su inspección de la unidad de drenaje ante la preocupada mirada de Led Stewart.

–Qué idiotez, qué idiotez, pero qué idiotas– masculló.

Saliendo de debajo del émbolo de captación se puso en pie y se sacudió el polvo que cubría su overol gris. Cogió su tablilla con el informe y escribió unas cosas en el impreso mientras Led esperaba nerviosamente el veredicto. Thomas no tenía intención de hacerlo esperar mucho.

–Bien –dijo cuando acabó y se guardó el bolígrafo– bien, bien, bien.

– ¿Qué pasa? –preguntó Led, incapaz de disimular el temblor de su voz.

– ¿Cuándo aprenderán ustedes que no hay que utilizar una junta B-142 con un remache 1811-D?

–Pe… pero –tartamudeó Led.

– O quizás, déjeme adivinar, quizás solo ha confundido una 1811-D con una 1811-E –hizo una pausa para que sus palabras calaran antes de soltar la bomba–: … Otra vez.

Dejó a Led sin habla y se fue sin siquiera mirar atrás, riéndose al imaginar la cara de Led cuando finalmente comprendiera toda las implicaciones de su error.

Observaciones: el conflicto apenas es adecuado para un episodio de una serie familiar. Recuerda que la trama ha de atrapar al lector a lo largo de las trescientas páginas y pico que podría tener tu novela. La historia central de una novela deberá de ser lo suficientemente importante para cambiarle la vida a cualquiera. Además la historia deberá de tener interés para mucha gente. En este sentido, uno de los primeros obstáculos a sortear –de acuerdo a los autores– es el recurrente y célebre error de creer que lo que le interesa al autor tiene que interesarle necesaria y obligatoriamente a todo el mundo.

Y aquí viene una observación tan útil como contundente: una novela no es una oportunidad para dar rienda suelta a las cosas que tus compañeros de departamento, amigos o tu madre ya no soportan escuchar más. No importa cuán vehemente y justo sea tu deseo de que los encantos masculinos de los hombres bajitos sean apreciados por las mujeres o tus propuestas contra los caseros que se niegan a arreglar las tuberías de los departamentos que alquilan, incluso aunque sea una clara infracción de lo estipulado en el contrato de arrendamiento, de cuyas cláusulas tu casero finge no ser consciente pero que tú conoces mejor que él porque has hecho fotocopias tanto para él como para tus compañeros de departamento, amigos y madre. Eso no es una trama sino una queja.

Lo anterior no quiere decir en ningún momento que eventualmente el chaparrito desgraciado en amores y que vive en una casa con tuberías defectuosas no pueda ser el héroe de tu novela, pero su estatura y problemas de plomería deben de ser parte de una trama, desarrollados como si estuvieran dando vida a una obra a través de breves trazos y pinceladas, cuando el héroe se encamina a la escena del crimen, donde se asombra de cómo demonios una pata de cordero ha infringido a la víctima esas lesiones mortales.

El libro es tan divertido como útil. Asimismo, constituye una rica fuente de las diversas variedades de ironías que podemos esgrimir bajo el siempre abrumador amparo de la crítica literaria de café

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¿Quién es La Chica del Tren?

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La palabra “thriller” es un concepto con diversos significados para la literatura y el cine. Por su raíz etimológica (thrill=emoción, estremecimiento) se refiere a una obra que provoca emociones y estremecimientos en el lector. Su uso se popularizó en los Estados Unidos antes de que emigrara al lenguaje cotidiano de la literatura y el cine europeos. Con este mismo concepto también podemos referirnos al cine de suspenso, de intriga o de temática criminal.

Por extensión y vigente modismo, se denomina thriller a cierto tipo de novelas de detección (donde el protagonista, que puede o no ser necesariamente un detective, emprende una búsqueda frenética e implacable por ‘detectar’ al antagonista), desde Agatha Christie hasta Ian Flemming, pasando por John Katzenbach y Dan Brown. Asimismo, nos remite al cine noir o negro, o a aquellas obras cinematográficas de los años cuarenta denominadas con el arcaísmo “shocker”, ahora en desuso.

Sí, caro lector, ha sido inevitable advertir su presencia porque prácticamente está dispersa en todos lados. Pero, ¿quién demonios es La Chica del Tren (Planeta, 2015)? Es un thriller literario que está causando revuelo en redes sociales, en lectores noveles y veteranos, en amantes y detractores del género, y en las listas de los más vendidos en todo el mundo.

La protagonista es Alice Watson, mujer treintañera, usuaria frecuente del tren suburbano londinense que en su cotidiano recorrido ha establecido una relación particular con personas que habitan una casa aledaña a una parada del tren. Alice no es una femme fatale al estilo de Amy, protagonista de Perdida (Gone Girl, 2012) de la periodista estadunidense Gillian Flynn o de Lisbeth Salander, la detective antisocial y estrafalaria de Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, 2005) del desaparecido Stieg Larsson. No se trata tampoco de una psicoanalista defenestrada y presuntamente abyecta, con en el caso de El Psicoanalista (2002) de John Katzenbach. En realidad se trata de una mujer que está pasando por una terrible crisis existencial generada por un agudo síndrome postdivorcio: desempleada desde hace meses, con un bochornoso sobrepeso recién logrado, señalada como acosadora por su expareja, y obstinadamente alcohólica.

Su viaje en tren es una manera obsesiva de regresar a su pasado, una ruta de autoflagelación que la conduce a aquellos días felices al lado de Tom, su ahora exesposo, quien recientemente ha establecido una nueva relación con una chica hermosa, una rubia soberbia y recatada que le ha dado a Tom la dicha de tener una linda familia.

En su andar de dolor y regresión a un pasado impensado, advierte la presencia de una pareja feliz, a quien Alice se refiere arbitrariamente con los nombres de Jess y Jason. En una mañana calurosa de julio, Alice es testigo de un hecho fortuito: Jess está besando a otro hombre que no es Jason. Aquello desencadena una serie de situaciones que se concatenan virtuosamente a través de una narrativa sagaz.

La Chica del Tren funciona porque es un relato polifónico donde se coordinan las voces de Alice junto a la de otras dos mujeres. Si bien el título es pobre en sentido polisémico, quizás más cercano a literatura para adolescentes, el gran acierto de la obra está en la estrategia narrativa que le otorga al lector el rol de investigador, atribuyéndole la facultad de analizar frenéticamente la implicación de los personajes a través de su participación en los hechos. Esto generará en el lector una lectura vertiginosa y fluida, con lo que será difícil no terminar de leer el libro en menos de una semana. No le extrañe, caro lector, que lo lleve consigo a todos lados, no Usted al libro, sino viceversa.

Desde el establecimiento de un juego de perspectivas a partir de las voces narrativas, es interesante advertir el grado de omnisciencia y participación de cada uno de los personajes, el cual se presenta como un juego críptico pero accesible a cualquier lector. La emoción del lector sufrirá asimismo un giro estético que provocará un grado de exploración y detenimiento de acuerdo a los intereses y emociones de cada lector. Esto generará también un creciente e intenso interés, con lo cual la lectura atenta y la intriga intimista entre el lector y el autor están garantizadas.

Sin caer en determinismos sexistas, no es baladí sugerir que La Chica del Tren es un libro que puede ser disfrutado más por lectoras que por lectores. Es muy probable que el grado de intuición en múltiples vertientes presentados en la obra generen una implicación de mayor impacto en el sector femenino en comparación con lectores masculinos. Asimismo, el lenguaje convencional del libro permite un acercamiento con mayor grado de identificación de tipo psicológico hacia el lector femenino.

El espacio narrado, un Londres contemporáneo y sugerido con imágenes elocuentes y descripciones intimistas, traslada la experiencia de lectura a la circunstancia del lector. Es decir, nosotros podríamos emular a Alice Watson desde nuestros viajes cotidianos en el transporte urbano queretano, o con las transeúntes que deambulan por las calles de nuestra ciudad, en pleno acto de identificación metaliteraria.

El interés por saber qué ha ocurrido en el tren de las 8.04 ha rebasado el plano de lo literario y de los récords de ventas, dejando atrás al récord casi imbatible establecido por El Código Da Vinci (2003) de Dan Brown. Y sí, su interés ya ha tentado al ámbito cinematográfico: Dreamworks ya externó su interés por llevarla al cine, bajo la dirección de Tate Taylor (The Help, 2011), y probablemente con las actuaciones de Kate Mara (The Martian, 2015) y Emily Blunt (Edge of Tomorrow, 2014).

Sin ser una obra literaria de grandes ambiciones y complejidades narrativas, abiertamente exenta de pretensiones pseudoinnovadoras, La Chica del Tren se confirma como la gran apuesta de Paula Hawkins, escritora y periodista sudafricana quien, quizás sin proponérselo, ha contribuido a intensificar el foco de atención a un género que se ha redimido. Es, asimismo, un excelente regalo navideño o de fin de año. Mejor aún si se lo regala Usted a sí mismo, caro lector.

98 segundos sin sombra de Giovanna Rivero.

Este es un ejemplo de novela donde se mezclan y radicalizan modos cultos y populares del lenguaje, que no sostiene un mismo registro de lenguaje y que se hilvanan a otras formas de narrar, en una fluctuación constante entre la vida real y ficticia: una especie de sincretismo cultural.

98 segundos sin sombra.

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