¡No llores, pareces vieja!

Ingrid

Deliverance es una película de 1972, protagonizada por Burt Reynolds, en la que se cuenta la histora de Lewis Medlock y sus amigos, quienes van a pasear en canoa al río Cahulawassee. La vi cuando tenía 8 años. En la película se proyecta la escena de una violación a un hombre. Quedé estupefacto, aunque fue la primera vez que intenté comprender semejante atrocidad en una mujer.

Sin la intención mezquina de apropiarme de una causa femenina, presento una breve perspectiva biográfica, una suerte de testimonio de haber nacido y crecido hombre en un país machista y feminicida.

“No llores, parecer vieja”, era la frase que utilizaba mi madre para censurar mi llanto, allá cuando tenía entre cinco. “Tienes piernas de niña”, me gritaba uno de mis tíos paternos cuando no podía seguirles el paso en el futbol callejero.

“Las niñas no pueden traer pantalón”, advertía la maestra de aquél kínder público en donde estudié. ¿La razón? “Las niñas no se ven bonitas con pantalón, luego van a andar arrastrándose o jugando a treparse a los árboles como los niños”, argumentaba la miss con ese tono didáctico insoportable.

“Vieja el último”, gritaban mis compañeros machitos en aquella primaria pública en donde estudié, cuando nos tocaba salir a la clase de educación física o cuando regresábamos al salón tras terminar el recreo. Con el denuedo desesperado con el que corrían mis compañeros, parecía como si escaparan de una peste, como si la condena por ser el último consistiera en un desdoro disfuncional y fatídico, el castigo de ser mujer.

“A la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa… Sino con el rosal completo, pa’ que aprendan a portarse bien”, profesaba uno de los peores docentes que he conocido en mi vida, ante nuestra risilla alcahuete de machitos de 5º, y entre las muecas anodinas de las niñas, quienes tenían que sobrevivir a travesuras como “mirarle los calzones” o cosas peores.

En la secundaria los machitos hicimos esas cosas peores. En cuanto aprendimos a pronunciar la palabra menstruación, nos apropiamos de ésta para usarla como un látigo castigador: sacarles de sus mochilas sus toallas femeninas para exhibirlas ante la tribu como palomas muertas, como trofeos en el fervor de nuestra condición de machos. Si alguna niña se manchaba, niños y profesores (no pocas maestras) señalábamos con nuestros dedos flamígeros a quien por su impericia tenía el vulgar atrevimiento de sangrar ante el orden aséptico machista.

En la secundaria, si ella no quería seguir siendo tu novia, se debía a dos razones: ya no le gustas o se había encontrado a otro. Y como frecuentemente se trataba de la segunda razón, entonces se dictaba sentencia: ¡Es una puta! Porque el chavo que andaba con una y luego con otra o con más de dos de forma simultánea, era un cabrón, un chingón. Mientras que la chava que rompe contigo para irse con otro, con la alevosía y ventaja que implica el hecho de decidir desde el impúdico ejercicio de sus derechos sexuales, es una piruja, una prostituta, una fácil, una loquilla, una zorra… ¡Una puta! ¿Cómo es posible que una representante del sexo débil, que una mujer que no es capaz de correr, de cargar objetos o de resistir como resiste un macho pueda hacerte eso? De entrada, ella te había dicho que sí cuando le preguntaste si quería ser tu novia. Es una traición, ¿cómo puede un hombre permitir eso?

En la secundaria aprendes que tu novia te pertenece. Lo escuchas en canciones y lo infieres en películas y programas de televisión. Ella no puede tener una vida más allá de lo que su condición de niña buena, de mujer, y de su rol de novia tuya se lo permite. Nadie puede mirar a tu novia/objeto pero, ni dios lo mande, que tu novia/objeto no vea a nadie. El macho puede practicar deportes pero ella no porque tendría que vestir shorts, o porque al correr se le mueven exageradamente los senos (cuando estás con tus cuates les dices tetas); el macho participa en fiestas y borracheras interminables; mientras ella tiene que estar en casa con sus padres, dormir temprano y no hablar más que con su amiga, aquella en la que sólo el macho confía porque las demás son unas putas; el macho puede tener amigas o aventuras porque es cabrón para las viejas, pero ella tiene que ser sumisa, decente, tiene que aprender a perdonar y a soportar: ella tiene que entender incondicionalmente porque para eso es mujer.

Aunque se presentaba desde la secundaria, en la preparatoria el macho tiene más próxima la oportunidad de emborrachar a las chicas para “meterles mano”, “dedearlas”, “cachondearlas”, para “chingarselas”. Un macho no da engorrosas explicaciones; menos atiende consecuencias. De eso se encarga nuestra sociedad: “eso le pasa por vestirse bien zancona”, “por andar de loca”, “por zorra”, “por pendeja”, “por coqueta”, “por fácil”, “por cachonda”, “porque es una gata”, “por arrastrada”, “porque nadie la pela”, “porque se cree bien buena”, “porque solamente así se la pueden coger”, … ¡Por puta!

Ante las responsabilidades el macho calla o pone pretextos, porque siempre hay una excusa metafísica (“se me metió el diablo”), una explicación extraordinaria que está en el núcleo de cada atrocidad (“yo no soy así pero tú me sacas lo peor”). En nuestra raquítica masculinidad no existe la posibilidad de equivocarnos por la sencilla razón de que somos hombres. Si contrataron a una mujer en lugar de a ti, es seguro que “le dio las nalgas al patrón”. Si un automóvil hizo un movimiento súbito imprudencial, “seguramente va manejando una vieja”. Si la mujer “quedó embarazada”, fue consecuencia porque “ella no se cuidó”. Si compró un nuevo auto, “es porque anda de puta”.

Alejandro Hope se pregunta quién mató a Ingrid Escamilla. El primer responsable fue su pareja, un psicópata de 46 años que, tras asesinarla, mutiló y desolló el cuerpo de Ingrid. Pero él no es el único responsable. A Ingrid la mató el deficiente sistema de seguridad de este país que mal registra y mal atiende la violencia de género, y tolera el acoso sistemático contra las mujeres. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares del INEGI, una de cada cuatro mujeres ha experimentado agresiones físicas y sexuales de su pareja durante la relación.

A Ingrid la mató la impunidad. En México, solamente uno de cada diez homicidios de
mujeres (feminicidios o no) termina en sentencia.

A Ingrid la mató la negligencia de la salud mental, en donde solamente el 2% de
presupuesto de salud está dirigido a este rubro.

A Ingrid la mató la cultura violenta y machista, esa en la que muchos hemos crecido y que se manifiesta de múltiples formas, como en la difusión de las fotografías del cadáver de Ingrid.

A Ingrid la mató nuestra indiferencia y nuestro silencio. Si no abatimos el machismo en casa, en la escuela, en el trabajo, en las calles, ¿con qué cara vamos exigirles a nuestros gobernantes un verdadero cambio en este país feminicida?

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