Las cosas que perdimos en el fuego

Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 641, del Diario de Querétaro del 15 de enero del 2017.

Cuando leí por primera vez el título “Las cosas que perdimos en el fuego”, a través de un reflejo mnemotécnico llegué a la película Cosas que perdimos en el fuego (Things we lost in fire, 2007) protagonizada por Halle Berry, David Duchovny y Benicio del Toro, bajo la dirección de Susanne Bier. Un drama planteado como juego narrativo donde convergen conflictos cotidianos de personajes domésticos y complejos que, desde su perspectiva, deconstruyen su propia realidad a partir de la metáfora del dolor, la soledad y el conflicto interior invocado por la insurrección emocional de nuestros días.

Pero no, caro lector, no me refiero al primer largometraje en inglés dirigido por la danesa Bier, sino a Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016) de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), un conjunto de once cuentos que significan a su vez el ingreso de la autora a los grandes sellos editoriales. Su internacionalización a través de su incorporación como autora del sello español, supuso una expectativa inusual por leer finalmente a una de las plumas más comentadas y prometedoras de la literatura latinoamericana contemporánea.

He de confesar que, sin conocer trabajos anteriores de Enríquez, confirmo que la espera no valió la pena.

Ante los paralelismos del arte suelo reaccionar con una discreta bipolaridad: por un lado, celebro la coincidencia cósmica e irracional por la cuita del encuentro con el otro en una misma incidencia estética; por otro lado, dicho paralelismo es una carta abierta a la sospecha, una síntoma de la anomia creativa, un descuido del editor o del autor (¿qué necesidad hay de sostener un título tan similar a otra obra?) o un intento estridente por  subrogar nuestra inteligencia: cuando el intento por maravillar al lector se convierte en un truco para sabotearlo.

Estamos ante un libro fragmentario, autocomplaciente y parafílico, por decir lo menos.

Es fragmentario porque cada uno de los relatos, salvo el que le da el título al libro, padecen de una desvinculación discursiva evidente. En cuanto la puesta en narración de los elementos que conforman al cuento (personajes, espacios, situaciones) todos bajo una predecible lógica discursiva más cercana al cine estadunidense de terror adolescente (teen horror film o teen slasher film) que a referencias al realismo mágico, ésta se corrompe al presentar una interrupción abrupta al final de cada relato. Los cuentos se caen en los finales. Ya sea por estilo o por una edición ausente, los relatos se presentan amputados, al modo de Adela, personaje con un brazo amputado y que es protagonista de uno de los cuentos. Dicha fragmentación de los relatos es funesta e hilarante. El desarrollo de situaciones y escenarios insólitos queda a la deriva por una especie de apuro prosódico que no se toma la molestia de entregar a los personajes vida propia.

Es autocomplaciente no por su propuesta discursiva, sino por su colección de imágenes propias de la generación de la autora. Somos precisamente los lectores de entre 30 y 40 años, los pertenecientes a aquello que llamaron Generación X, quienes se sentirán plenamente identificados ante este desfile de horrores. Sin recaer en leyendas urbanas, ni mucho menos mitos, los cuentos recuperan los dimes y diretes de una generación anclada, a la tónica que la autora impone a través de un referente espacial reiterativo: la casa habitación. Es precisamente la casa, ora abandonada, ora con fantasmas (en serio), el lugar con mayor recurrencia al interior de los relatos.

Con susceptible determinación, y en alevoso intento por presentar hipérboles novedosas, Enríquez queda envuelta en lo cursi del propio desfile simbólico que ella misma se encargó de montar. Frases como “sequía infernal”, “cruzar el portón oxidado fue horrible” y la aparentemente expresión inquebrantable de “casa embrujada” dan cuenta de una adjetivación que sucumbe al delirio del freak show, mas no del terror, como se anuncia con donaire en la mayoría de las reseñas. En su intento por narrar terror, Enríquez acaba tratando de espantar con carencia de suspenso, lo que desilusiona, pero no asusta. La decepción fatal a la sensualidad.

Y es parafílico porque, con la firme intención de espantar (como quien camina por la calle y se topa con el cadáver de un gato), Enríquez recurre a las parafilias, apostando al morbo y sacrificando la sutileza de las posibilidades literarias. La estrategia a la que agudamente apela la autora es construir vínculos entre sus personajes y una especie de conjunto de anáforas, referentes reiterativos que se van dispersando a lo largo de los textos, pero que no aluden a nada. No obstante, el carácter anafórico no establece ningún tipo de ritmo, sino que deviene en una enumeración flagrante de parafilias que, desde una postura pretenciosa, pretenden mover a lector, mas no conmover.

De este modo, por ejemplo, encontramos las siguientes referencias a la palabra vómito:

“Lala me ayudó a vomitar en el inodoro y después fue a comprar pastillas para mi dolor de cabeza. Yo vomitaba de borracha y asustada…”, página 33.

“Desperté en el ómnibus de vuelta, ya de día, con la remera sucia de vómito.”, página 81.

“[…] esas caras entrevistas en sueños que sacan cerveza de la heladera y vomitan en el inodoro y a veces se roban la llave o tienen un gesto de generosidad”, página 97.

“En el colegio, se hablaba de que Pablo y Adela eran novios y los chicos se metían los dedos en la boca, hasta la garganta, haciendo gesto de vómito.”, 116.

“Algunas chicas vomitaron”, página 192.

“Bajó corriendo la escalera y no llegó al baño: vomitó en el living, manchó una de las cajas de libros y lloró sentada”, 229.

“Lo primero que hizo fue limpiar el vómito, vaciar la caja de libros y tirar el cartón apestoso a la basura.”, 229.

“[…] tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar, mientras su estómago se agitaba desesperado.”, 245.

Las cosas que perdimos en el fuego es un libro en el que no se tuvo el cuidado de evitar parafrasear el título de una obra previa, que por descuido u omisión no hizo un trabajo curatorial al momento de establecer la disposición de los cuentos (los cuentos Los años intoxicados y La casa de Adela, que son consecutivos, aparece un personaje llamado Roxana, pero no es el mismo personaje en los dos cuentos, lo que genera confusión); que presenta anacronismos graves al momento de procurar establecer una relación del contexto cultural y los personajes (en Los años intoxicados, los hechos ocurren en 1994, pero los personajes adolescentes escuchan Ummagumma (1969) de Pink Floyd y Led Zeppelin III (1970) de Led Zeppelin); y que pretenciosamente propone artimañas intertextuales como aquella en donde alude sin citar a “Immigrant song”: “Andrea estaba de vuelta con nosotras y cuando pusimos Led Zeppelin III quiso bailar, gritaba sobre las tierras de hielo y nieve y sobre el martillo de los dioses” (página 62).

Supongo que entre las cosas que perdió en el fuego, salvo el cuento homónimo, Enríquez se extravió a sí misma en su propio morbo, ahogada en litros de sangre de la mano de un niño decapitado, nunca a la altura del Niño proletario de Osvaldo Lamborghini.

Ricardo Emilio Piglia Renzi

Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 640, del Diario de Querétaro del 8 de enero del 2017.

Tuvimos que hacer un alto en el camino antes de la entrega original que estábamos redactando para retomar las cuitas de este su “Libro de Cabecera”, caro lector.

Ricardo Piglia murió la tarde del viernes 6 de enero. La causa: complicaciones por una esclerosis lateral amiotrófica que le afectaba las neuronas que controlaban sus músculos: “ya no puedo escribir” se alcanza a leer en uno de sus cuadernos puestos en escena en el documental 327 Cuadernos (2015), filmado por Andrés Di Tella y protagonizado por el mismo Piglia.

Escritor, crítico literario, editor, guionista de cine, profesor de Literatura, pero, ante todo, narrador. Fallecido a sus 75 años, Piglia había decidió pasar sus últimos meses en su amada Buenos Aires, con la lucidez y su trabajo literario intocados casi hasta el final.

De sus obras memorables podemos mencionar las siguientes:

  • Respiración artificial (edición original de 1980), se trata no sólo del único libro memorable publicado durante el período de la dictadura militar (de acuerdo a su edición original de 1980), sino también de una espléndida ficción que se convierte en espejo de la historia, de una novela que, utilizando la estructura de la novela policíaca (género fundamental de la literatura contemporánea de acuerdo al mismo Piglia), puede leerse como una indagación sobre los enigmas de épocas convulsas, de personajes oscuros. Esta es la primera ocasión en donde aparece el personaje de Emilio Renzi.
  • El último lector (2009), el autor vuelve a mostrar con este libro, que es uno de los grandes maestros en la construcción de itinerarios insólitos para leer la literatura contemporánea: leerla no sólo en el sentido literal sino como estela de un recorrido en el que Walter Benjamin (a punto de morir en la frontera entre Francia y España) y Ernesto Guevara (perseguido por el ejército boliviano) se reflejan en su forma de aferrarse a su último tesoro: una maleta con sus últimos libros y escritos.
  • Nombre falso (2002), confirman una vez más que Piglia se inscribe dentro de la mejor literatura contemporánea en cualquier lengua. Al contaminar deliberadamente el relato con la reseña, el cuento con el ensayo o la ficción con la autobiografía, Piglia dispone un texto que cruza una y otra vez las fronteras entre los géneros. El atractivo y la originalidad de su estilo inigualable residen en ese cruce en el que desaparece la preocupación por distinguir el papel del crítico del escritor.

En el pasado diciembre, en un diálogo epistolar virtual con el escritor Felipe Ríos, conversábamos acerca de la última obra de Piglia: Los diarios de Emilio Renzi (2015), cuya obra convida al lector en todo momento de un aire de nostalgia, quizás de despedida, al mismo modo en que hizo David Bowie con su ★. Tras una espléndida carrera literaria que incluye novelas y cuentos fundamentales de las letras argentinas contemporáneas y varios volúmenes de ensayos igualmente imprescindibles, Piglia vuelve la vista atrás y rescata los diarios escritos a lo largo de más de medio siglo, entre 1957 y 2015, a los que se incorporan también algunos relatos y ensayos directamente vinculados con ellos.

«Lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño», refería Ricardo Piglia, en los tiempos en que nuestra imaginación parece secuestrada.

En las páginas de Los diarios… se asoman en estas páginas las primeras lecturas de Piglia, enfundado en Renzi: de Los hijos del capitán Grant de Verne a La peste de Camus. El oficio de vivir de Pavese, pasando por Defoe, Sterne, De Quincey, Gogol, Dostoievski, Kafka, Proust, Fitzgerald, Faulkner, Hemingway o Gadda–; asoman los cines y las películas que el joven Piglia devora –de Bergman, Wilder, Visconti, Wajda y Godard, pero también alguna de James Bond–; asoma una geografía –Adrogué, Mar del Plata, Buenos Aires– y asoma, claro, eso que llamamos la vida: los amoríos iniciales; los estudios universitarios; los primeros entusiasmos, las primeras rebeldías y los primeros desengaños; los descubrimientos y deslumbramientos vitales y culturales; las rupturas amorosas y los trabajos de cobro incierto –cuando pasa a ejercer de editor free lance después de que la universidad sea intervenida por los militares–; el mundillo cultural de la Argentina de entonces, con la sombra de los gigantes Borges y Cortázar, y los encuentros con Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Edgardo Cozarinsky, Daniel Moyano y el cineasta Leopoldo Torre Nilsson; la creación de los primeros cuentos y el proyecto de una novela.

De Los Diarios… destacamos someramente lo siguiente.

  • “Interesante en la literatura actual la oposición entre el artista y el intelectual, vistos como incompatibles. Cada uno de ellos arrastra sus carencias: el artista siempre inspirado suele ser habitualmente un canalla que imagina que tiene privilegios y los demás tienen que estar a su servicio. Por otro lado, el intelectual manipula a los demás con sus coartadas racionales y sus chantajes históricos, explica todo y sirve para justificarlo. En definitiva, es otra materialización de la tensión entre el arte y la vida”.
  • “En el fondo es idiota pensar que uno aprende de la experiencia”.
  • “Al pasado Pavese lo llamaba el destino personal”.
  • La literatura es una sociedad sin estado.

Uno está dentro del mundo que narra, quiero decir, nunca se debe decir nada que sea externo al universo de la acción. El narrador debe de saber menos que el protagonista”.

¿Qué vamos a hacer con el silencio, Luis Alberto?

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Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 639, del Diario de Querétaro del 18 de diciembre del 2016.

El 13 de octubre pusiste una suerte de epitafio en tu muro de Facebook: No se disculpe a nadie de mi muerte. Ya no podré preguntarte si era un vaticinio o uno de tus selectos sarcasmos que intermitentemente se asomaban en tu red social. Tenías 23 likes, ahora se acerca a los cien. En silencio.

Allá por el 2007 nos vimos tú, José Manuel Velázquez y yo para platicar sobre la segunda edición del Maratón de Literatura Queretana. Aquella idea, que para no pocos era improbable su continuidad, fue apoyada por el Instituto Queretano de la Cultura y las Artes, porque en ese entonces al instituto sí le interesaba la actividad literaria local: “es una visión emergente de la literatura de nuestro estado”, dijiste entre tragos de café. Se trataba también de es conocer distintas líneas temáticas sobre las que estaban trabajando los autores en ese entonces: “Tadeus Argüello, con una poesía muy particular, exhibe claras influencias formales de la poesía española contemporánea; José Manuel Velázquez, con más bien una poética antimoderna y reaccionaria; Brenda Mariana Medrano, con otro tipo de exploraciones literarias a partir de la prosa y con menos proposiciones formales, más de corte temático; y Sirac Patricio con una voz más bien incipiente, pero que quiere mostrarse”, dijiste.

El maratón era uno de tus tantos pretextos que tenías para presentar nuevas voces de la literatura local. Lo que nosotros llamamos proyectos, para ti eran provocaciones. Gracias a tu necedad, el evento sigue llevándose a cabo, ahora como “Maratón de la Palabra”, celebrado apenas el pasado 12 de noviembre en el Centro Cultural Manuel Gómez Morín. Allí estuviste junto con Óscar Merino, Rubén Cantor, Angélica Azkar, Emilio Castelazo, Fernando Jiménez y Tadeus Argüello.

En los días otoñales del 2006 me dijiste que me tenía que lanzar a la poesía, porque mis textos tenían prosodia y mucha imaginación: eran un madrazo al silencio. Estábamos echando cigarro en el expendio de café del antiguo campus de la Facultad de Lenguas y Letras. Era el 2006 y Gerardo Arana fumaba irrefrenablemente con sus uñas amarillentas que ya delataban una hiperquinesia suicida. Esa mañana hablamos de fraudes, de Jean Luc Godard, de David Bowie, de Pixies, de mujeres felinas puestas en escena desde la perspectiva de Gerardo Arana, de la mezquindad universitaria y la envidia académica que impedía que Ignacio Padilla tuviera mayor participación en la Facultad, y del tiempo. Gerardo Arana sucumbió a la hiperquinesia; el antiguo campus de la Facultad de Lenguas y Letras se ha mudado sin la magia de antes, sin los usurpadores sociólogos-polítólogos-comunicólogos que gustábamos de establecer relaciones estéticas en la facultad hermana; David Bowie  transmutó en Major Tom y tú sucumbiste a una bacteria en el pulmón. Del ruido al silencio.

Pero tu realidad extraliteraria siempre te desbordó por momentos, Luis Alberto. Sonido y furia. El resonar de tu obra fue acallado por el estridentismo de tu falange crítica, a veces lacerante, otras tantas vista a contraluz de la arrogancia, de acuerdo a quienes se refieren como experiencias desagradables cada uno de sus fugaces encuentros contigo. En tu andar complejo por las instituciones, devastabas las pretensiones de quienes buscaban ser leídos en las instituciones, pero esperabas coba por tus logros en otras instituciones. Silencio estridente.

El 18 de diciembre, en un acto crítico y reflexivo que oscila entre “el placer del extravío” y “el placer de reencontrarse”, el poeta Mario Bojórquez publicó un ejercicio de estilística al que intituló “Los 100 peores poemas mexicanos de autores vivos”[i]. En la lista se encuentra uno tuyo ocupando un digno octavo lugar:

HORIZONTAL Y PRONOMBRE, contracción, tres letras

El hueco por el que

fugamos todos los pasos

uno a uno

rumbo al llano principio de los metales

Querer a ciegas como los párpados en llamas

lámpara de sonido y no de luz negra

en este infierno de las manos sobre la mano

cuadriculado, genuflexo

Al calor de tu estridencia, te enfocaste a señalar nuestras carencias, nuestro divisionismo como comunidad artística y cultural de la que fuiste verdugo, juez y parte, y la incompetente política editorial del Fondo Editorial de Querétaro. Lo hiciste desde un frente abierto, por momentos abandonado y no pocas veces divergente respecto a otras voces, pero con la legitimidad y justicia de quienes aspiramos a una literatura queretana digna, dinámica, incluyente, propositiva, innovadora, genuina: viva. Acaso la parsimonia institucional, los escritores de moda y la festivalitis cultural te otorguen indefectiblemente la razón. Pero ignoraste con total convicción que hay autores que asistimos a otros talleres, leemos otros textos, nos acurrucamos en otros autores y nos arrastramos en otros ámbitos.

En tu célebre “Bucólica y celeste”[ii] te referiste a nuestro Querétaro como “ciudad colonial, conservadora y poco interesada en las artes la práctica de la literatura (formación, escritura y difusión) […] patrimonio del café de artistas que de moda estuviera.”. Señalaste también que “la disolución de los discursos centrales le pegó también a la literatura. No hay ya una versión hegemónica de qué es literatura. No hay un centro que ordene las periferias. Por tanto, los escritores de esta tierra tienden a ser glocales (en un neologismo robado a Heriberto Yépez), es decir, globales y localizados. Y eso les permitió conseguir otra circulación para sus libros […]. Las tecnologías que hace poco más de una década explotaron en el mundo les permitieron la creación de páginas web, blogs, la circulación de sus textos más allá del soporte libro. Y eso tuvo como consecuencia que otros editores, también glocales, buscaron publicarles libros. Así que la diada estaba rota. Y creo que se quedará así. No tienen mucho que ofrecerles a las nuevas generaciones: el poeta local no tiene la formación para discutir y entender la riada de lecturas y referencias de un mundo cambiante. El editor local no tiene con qué ejercer un control discriminador con esas generaciones. Como ocurrió con Ignacio Padilla, no faltaremos a la cita de sacar raja a la muerte del poeta. Pero también estamos los que mantuvimos una postura justa, congruente y ecuánime. Platicando vía Facebook con Leslie Dolejal, le comentaba que iba a extrañar sus madrazos epistolares entre tú, Luis Alberto, y Leslie. A lo que Leslie me respondió: “Sí, por ese lado ya empecé a sentirme solo, a ver si se anima Luis Enrique a entrarle al quite”.

Ya me voy, Luis. Ya comenzó la ridícula afrenta por ver quién logra más likes en su muro a pretexto de tu muerte. De la esquela ya pasamos al tren del mame. A la salud de tu deceso, hoy no será la excepción. Va ganando LEGOM.

Silencio.

[i] Mario Bojórquez, Los 100 peores poemas mexicanos de autores vivos. Círculo de Poesía, revista electrónica. 18 de diciembre del 2011.

[ii] Luis Alberto Arellano, “Bucólica y Celeste”. Suplemento Barroco de El Diario de Querétaro, 3 de enero del 2010.

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