Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 636, del Diario de Querétaro del 27 de noviembre del 2016.
Por tradición o por conveniencia ideológica a la educación se le han atribuido dogmas, prerrogativas y destinos manifiestos, olvidando que la educación contribuye al desarrollo de una nación, no determina dicho desarrollo.
Ir a la escuela para fomentar y configurar nuestra identidad nacional. Salir todos los lunes al compás del toque de bandera, colmando la uniformidad con las filas, con los pantalones tan pulcros y los zapatos boleados, al precario unísono del “masiosare un extraño enemigo”, y dirigiendo las miradas a una escolta imprecisa para ver si se equivocaban las niñas.
Ir a la escuela para ser mejores personas: ciudadanos. Aunque parece una vulgar imposibilidad considerando que ni en la misma escuela podemos ser siquiera personas, ya no digamos ciudadanos. Porque ante la imposición de la paradoja del conocimiento, aquella a la que remotamente aspira a la docta ignorancia, se nos presenta cotidianamente una broma macabra: los alumnos son los ignorantes, y que como solución tienen el estudio y el aprendizaje; y los que saben que no saben pero creen que saben, los profesores que se obstinan con su propia ignorancia y que no están dispuestos a aprender, en una actualización efectiva del rol sofista.
Ir a la escuela para prepararnos para la vida, educarnos para cambiar nuestra situación actual. Porque quien se prepara aspira al menos a encontrar un mejor empleo, ganar más dinero que el que fueron capaces de obtener tus padres: “allá va el licenciado, el que tiene un buen trabajo porque desde joven le gustaba mucho la escuela. Y ahora, míralo nomás, qué carrazo trae”. Ir a la escuela porque la vida está cada vez más competitiva, y porque las empresas ya no te contratan si solamente tienes la preparatoria. Y, en maliciosa coincidencia, apelamos al cliché clasista y determinista: “Ahora hasta para vender tortas te piden la prepa”.
Ir a la escuela porque quienes se educan se convierten en ciudadanos participativos, lo suficientemente informados para tomar las mejores decisiones, proclives a la democracia, porque en las escuelas les enseñan a elegir a sus representantes: la escuela elevada a rango de laboratorio electoral. Y porque si estudió en aquella universidad seguramente sabe más que el resto de los mortales.
Ir a la escuela para que tengamos acceso a la cultura universal, como reza el impertérrito eslogan de la radio universitaria. Para formar sujetos sociales activos y comprometidos, que respondan a las demandas que la realidad social les impone, como resuena el resobado cliché en las inauguraciones o cierres de insulsos cursos de capacitación.
Ir a la escuela para, insignificante afrenta, formar personas críticas y creativas, en una sociedad donde el plagio y la nostalgia siguen resucitando cadáveres. O para formar a seres humanos que sean capaces de resolver problemas, a pesar de que los problemas se empeñan en seguir imperando. O simplemente formar a personas que quieran seguir estudiando.
Ya desde el reducto conspiracionista resuenan los ecos de la disidencia anquilosada, aquella que pregona que la educación es la vía a través de la cual se inculca la ideología dominante para, de este modo, asegurar las condiciones necesarias que garanticen la canonización de las relaciones de producción. O educar para garantizar la homogeneidad, el hermetismo y la continuidad de la clase dominante, a través de sistemas educativos a modo para diferencias en un tajo pragmático a la selecta clase dominante y a los muchos rostros famélicos de la clase dominada, en pleno tributo a Pareto.
O, más allá de todo catastrofismo, lograr mediante la educación la legitimación de las diferencias sociales en una sociedad determinada mediante el eufemismo de “logro educativo”: “mi hijo siempre ha sido un niño de dieces”, solemos escuchar.
Y ya en las antípodas del siglo XXI: educar para dar a la mano de obra la capacitación que el sector productivo demanda para el desarrollo del estado, para generar riqueza para nuestra entidad.
En términos de éxito o en las tinieblas del fracaso, las anteriores posibilidades son atribuibles al sistema educativo. Si bien la movilidad de clase sea una de las evidencias inmediatas y congruentes con la realidad histórica a la que pertenecen, los recursos educativos se distribuyen en función de la riqueza o pobreza preexistentes, lo que conlleva a que los sistemas educativos no sólo reflejen, sino refuercen las diferencias entre los sectores y estratos sociales.
El pasado jueves 24 de noviembre, en la presentación del Informe Panorama Educativo de México 2015, Sylvia Schmelkes, presidenta del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación dijo que en el terreno de los aprendizajes es donde se tienen los menores logros. El escenario es alarmante.
A pesar de los esfuerzos por alcanzar la universalización de la educación obligatoria, aún están fuera de las aulas 263 mil niños en edad de cursar la primaria y 439 mil que deberían asistir a la secundaria, a los que se suman 1.3 millones de menores que no acuden al preescolar y 2.3 millones de jóvenes de 15 a 17 años que no están matriculados en bachillerato.
En cuanto al impacto de la escolaridad en la empleabilidad, en el caso de los hombres respecto a mujeres no hay una diferencia muy alta en sus tasas de ocupación, incluso entre quienes sólo han concluido la educación básica y aquellos que logran terminar el bachillerato o la formación superior, pues nueve de cada diez tiene empleo.
En el tema de equidad, sí hay mayor impacto, pues las mujeres que tienen mayor escolaridad tienen mayor participación en el mercado laboral. Se informó que 71.6 % de las mujeres de 25 a 64 años con estudios terciarios está ocupada en comparación con el 48.1% que sólo concluyeron su educación básica.
Del número de estudiantes activos que estudia pero que enfrentan un alto grado de marginación destaca que en sección preescolar cerca de 2 millones de alumnos asisten a planteles en zonas de alta y muy alta marginación; en primaria son 5.7 millones; y en secundaria alcanzan los 2.5 millones y en bachillerato son poco más de 1.3 millones.
La Dr. Schmelkes agregó además que hay una clara estratificación social del sistema educativo: la población que enfrenta mayores desventajas socioeconómicas asisten a escuelas multigrado, aquellas donde un profesor debe atender a más de un grado escolar. La brecha se sigue ampliando, como en el caso de las primarias comunitarias, donde asisten 114 mil 29 alumnos a 11 mil 91 planteles. De ellos, 61.3 % de los menores y 73.5 de las escuelas se ubican en localidades de menos de cien habitantes, mientras que las primarias indígenas, con 827 mil 628 alumnos y 10 mil 133 centros escolares, al menos 73.8 de sus estudiantes y 76.6 de sus escuelas, se ubican en comunidades de menos de 2 mil 500 habitantes.
Aunado a esto, el mismo jueves, se anunció que el presupuesto destinado a la aplicación de la prueba Planea será 30% menor al que se entregó en este año que agoniza. Con este recorte, Planea, que mide el desempeño y aprovechamiento escolar de los niños en educación básica, y que fue acuñada desde su antecesor Enlace como un indicador del ámbito educativo confiable de acuerdo a las recomendaciones de la OCDE, está destinada a desaparecer.