No quiero dejar de ser niño o letra de una canción para ser cantada por un poeta feliz.

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No quiero dejar de ser niño.

Porque al caminar por las noches lo hago de puntitas

Y por las mañanas a grandes zancadas,

No quiero dejar de ser niño

Para no agotar el alegre motivo

De mis carreras alocadas.

Porque las comidas en familia son aventuras,

Anécdotas contadas con emoción y delirio,

No quiero dejar de ser niño

Para no acabar aburrido

Frente a un televisor encendido.

Porque abundan los amigos y el juego es casi eterno

Interminables jornadas de sudor y carcajadas

No quiero dejar de ser niño

Para no convertirme tan de golpe

En el pobre adulto de las ilusiones robadas.

Porque sueño con delfines, dinosaurios y princesas,

Brujas blancas, cenicientas y palacios de algodón,

No quiero dejar de ser niño,

Para no suprimir en un respiro,

La implacable magia de mi imaginación.

Porque, llegado aquél momento,

A dónde irá mi madre y su alegre abrazo protector,

Su mirada amable y su canto matinal,

Que me inspiran confianza, amor y ganas de volar,

A dónde irá mi padre con su firme voz de tenor,

Ese hombre que me alienta, que me exige, que me inspira,

Que espera de mí lo mejor y me enseña lo que es la vida.

A dónde mis abuelos y sus ligeros pasos lentos,

Con sus chistes, memorias y desvelos,

Con sus lágrimas, nostalgias y deseos.

Que se me quede la vida atrapada

En una pompa de jabón,

En una ronda, en cualquier juego,

En una bicicleta o en un balón.

No quiero oro ni quiero plata,

Quiero brincar, gritar, saltar… no vestirme de corbata,

Quiero una red social con mis amigos,

En una inmensa rueda tomados de la mano,

No una aplicación o un caro dispositivo,

Que me esclavice al más triste de los anonimatos.

Ese que consiste en tener amigos sin jamás ser amigo.

No quiero dejar de ser niño,

No ya para dejar de estar vivo,

Si no para aprender a equivocarme,

Para apasionarme con el arte,

Para mirar a dios de frente y ver su sonrisa transparente,

Para platicar, reír, llorar y jugar contigo…

Para encontrar el punto exacto,

Entre el instante y lo infinito,

Entre la libertad de vivir alegre,

Como si fuera este, en que todavía soy un niño,

el última día que como niño existo.

Misión.

IMG_1690Aquel miércoles se le había antojado atípico por dos principales razones: 1. Había salido temprano del trabajo; 2. Tenía cuatro horas entre el trabajo y la entrevista con aquel poeta y editor por quien sentía una admiración crónica. Esas cuatro horas se presentaban, asimismo,  como un panorama idóneo para avanzar un poco en la novela que llevaba escribiendo desde hacía ya cuatro meses. No es que se enfrentara a la peste de la hoja en blanco: los personajes de la novela simplemente se habían tornado ridículamente herméticos.

Cruzó el bulevar, cruzó la puerta del café y, no bien llegó a la barra, pidió un americano intenso. Era el único en la fila, una razón más para ese miércoles atípico. Jamás repararía en que la cajera había equivocado la mezcla de café, por lo que en lugar de un intenso hubo de beber una mezcla vulgar entre veracruzano y granos finos.

Subió a la terraza del establecimiento. La mesita de servicio mutó a una especie de oficina emergente, imagen digna de una ilustración de decoraciones más lacónicas que minimalistas. Comenzó a escribir. Las ideas que estaba dispuesto a plasmar las había entretejido durante 45 minutos de trayecto en carretera. Era uno de aquellos empleados que trabajaban lejos de casa. Turistas pendulares, así es como se les denomina en las Ciencias Sociales.

Al abrir la computadora deseó por un segundo que su artefacto de escritura fuera una Remington, más que por una fantasía esnobista, por un deseo de establecer una imagen que lo diferenciara del hombre estándar corcovado predominante en ese tipo de espacios. Aquel fugaz deseo sucumbió a un replanteamiento del personaje. Sabía que con ese tiempo bien podía establecer una mejor perspectiva asociativa entre el personaje principal y su carácter persuasivo, sin que se alterara la trama original.

Instintivamente levantó la mirada para atender con desdén el tránsito de asistentes. Advirtió la presencia de una variedad interesante de corcovados, diferentes tan solo por la marca de sus máquinas. Cuando su mirada se fijaba en un punto neutro entre las escaleras y las plantas genéricas que adornaban la entrada a la terraza, un rostro implacablemente familiar se interpuso en su perspectiva. Tres años de imágenes le llegaron de golpe a la memoria. La sonrisa del rostro detonó en su cabeza un nombre, un apellido, un cuerpo y un puñado de deseos tan insondables como reprimidos. Era ella.

–¡Hola, profesor! ¿Cómo estás?– dijo aquella universitaria que contaba ahora con 20 años cumplidos.

–¡Karen!, ¡Karen Rivas! – respondió en una actitud torpe y amablemente fingida.

Ambos se fundieron en un abrazo elocuente. En aquellos segundos, infirió lo que en fantasía había anticipado: una espalda firme y lascivamente trapezoide. En el límite de los hombros se asomaban un par de huesos en perfecta sincronía casi volátil. Algunos cabellos de aquella melena ocre quedaron atrapados en sus labios. Por el movimiento de Karen dedujo que, como ocurría con frecuencia en el colegio, para abrazarlo ella tenía que pararse de puntitas.

Al separarse sus manos quedaron prendidas con un juego frágil de dedos. Karen inclinó su cabeza hacia el lado derecho mientras exageraba innecesariamente una sonrisa. Él miró fijamente a los ojos de su otrora alumna de Literatura Latinoamericana. La mirada incandescente de Karen era unánimemente discrepante respecto a aquella escena urbana y multitudinaria.

–Te presento a Gerardo, un amigo– dijo la joven mientras señalaba a un sujeto de rostro sedentario y mirada cansina. Portaba una melena con un corte selvático, matizado con  un mechón rubio. Seguramente por su gusto en el vestir, Gerardo había despertado no pocas veces las más alegres y ácidas referencias a Han Solo.

–Mucho gusto, Gerardo.– dijo mientras omitía su propio nombre deliberadamente. Soltó las manos de Karen para colocar lentamente su mano derecha en la barbilla. Se quedó mirando a Gerardo.

–¿Ves que nada es casualidad?– Dijo efusivamente Gerardo dirigiéndose a Karen con un gesto pertinaz.– Karen me ha hablado mucho de ti…

–De hecho veníamos platicando de ti– dijo Karen con un tono insulso. No obstante, Karen había adoptado aquella mirada que le alteraba de manera perjudicial el estado normal de las cosas.

–Por favor, tomen asiento.

–¿No te interrumpimos? Sé que eres una persona muy ocupada– fingió Karen.

Un breve silencio zanjó el saludo de los tres. Karen, acostumbrada a romper silencios, fue la primera en ocupar asiento, justo enfrente de su profesor, aquel tipo que le había regalado “Las correcciones” de Jonathan Franzen. En ese libro Karen había invertido cuatro meses de disciplina e insomnio para culminar dignamente su lectura. Fue un lunes cuando Karen, al término de la clase, se acercó con el profesor a presentarle sus muy legítimas razones para no considerarse una buena lectora. “No ha llegado hasta tus manos ese libro que te convierta en una lectora real”, había atajado su profesor. “No sé, quizás necesito a alguien que me acompañe a encontrarle el chiste a la lectura”, había dicho Karen. Muy lejana estaba la posibilidad de que el profesor se convirtiera al camino del abuso de estudiantes, tal y como no pocos de sus colegas habían optado. Su intachable trayectoria obedecía más al hecho de que en cada escuela donde había trabajado destacaba su probidad y respeto tanto a colegas como a estudiantes, que por la cursi perorata transcrita en su nada desdeñable reseña curricular. No obstante, había en la palabras de Karen una inquietante disuasión. Al principio fue una conmoción de carácter estético, una coartada de carácter literario. En breve tiempo, dicha conmoción devino en violentas fantasías de infusión sexual. Con el paso de los meses, Karen frecuentaba con mayor insistencia el cubículo del profesor de literatura. Devotamente, Karen había leído cada una de las recomendaciones literarias. Sin haberse dado cuenta se había convertido en una lectora voraz. Paralelamente al tráfico intenso de lecturas, Karen había implementado un juego privado, consistente en breves y aleatorias caricias. Al principio, con una diabólica discreción, Karen comenzó conformándose con mesarle el cabello, con rozar sus dedos con aquel rostro ríspido. Karen dejaba leves marcas de uñas en aquel cuello tenso y moldeado. Más adelante, una inocente malicia pervirtió los roces y los llevó a ambos a intercambiar fugaces tocamientos. Era una especie de cleptomanía erótica, un hurto mutuo de espacios erógenos en perenne viceversa. Aquello no fue más allá por una especie de acuerdo tácito que se impuso entre ambos. Había sido como una especie de espera consensuada, de distancia moral: el secreto como una enfermedad. Era como si en aquel momento hubiesen tenido la certeza de que habría un repentino e inevitable encuentro. Y quizás ambos estaban ante dicho encuentro.

–Cuéntame, ¿cómo te ha ido?

–No tengo sorpresas que contar. La verdad es que me gusta mantener un equilibro prolongado de las cosas. Eso me permite tener certezas de mi trabajo. La institución sigue en pie.

–O sea que te ha ido bien.

–Tengo proyectos, estoy escribiendo.

–¿En serio? Te dije, Gerardo. Mi profesor es un buen escritor.

Al decir la palabra “escritor” Karen comenzó a tocar con la punta de su pie descalzo la pantorrilla de su profesor. Una onda expansiva erizó el cuerpo de él por dentro. Tuvo que fingir interés en la charla, aunque su conciencia se había literalmente desdoblado.

–En realidad estoy comenzando a escribir. ¿Recuerdas que te dije en alguna ocasión que aborrecía la categoría de “escritor joven”? Siento que ya he recorrido una ruta decorosa como para plasmar mi perspectiva.

–¿O sea que un escritor debe de ser primero un lector? No estoy de acuerdo–despotricó Gerardo en un intento fallido por intervenir en el diálogo.

–No se trata de una percepción. Más que una carta de buenas intenciones, la creación es un problema ético y existencial–dijo el profesor, mientras el pie derecho de Karen incursionaba en su entrepierna. Había comenzado a transpirar, pero aún mantenía el control de la conversación. Bebió un trago de su café híbrido el cual ya había cobrado un sabor metálico. Tuvo la sensación de haber lamido una moneda.

–¿Pero sigues trabajando en el instituto?– prorrumpió Karen.

–Por supuesto. Pero ahora desde la dirección de sección.

–¿En serio? Es una verdadera lástima, ¿por qué no te pusieron en la dirección cuando yo estudiaba allí?

–En realidad fue una decisión un tanto improvisada. Verás, mis estudios avalaron mi promoción, aunque en realidad yo estudio porque tengo búsquedas personales.

–Me imagino que todos los estudiantes han de estar felices. Todos los estudiantes de mi generación adoramos tus clases. Recuerdo muy bien aquella donde hablamos de Sábato.

–Gracias por el recuerdo– dijo el profesor mientras los dedos de Karen le habían provocado una prominente erección.

–Recuerdo en que en el instituto fui víctima de la estupidez de la directora. Recuerdo también que me sacaban de clases por no traer suéter, por llegar tarde, por olvidar un cuaderno de asignatura, por no justificar una falta, por no traer tenis blancos para la clase de deportes…

–Eso ya terminó, Karen. Considero que hay batallas más urgentes e importantes que hay que librar– respondió mientras se flagelaba con la culpabilidad de mirarse a sí mismo siendo masturbado por una de sus estudiantes (exestudiante, en este caso), cuya imagen siempre fue la de una chica casi brillante.

–¿Qué quieres decir con otras batallas?– Karen abrió lascivamente los ojos. Un par de esferas ámbar destacaban de un rostro terso y grácil.

–El estudiante requiere momentos de certeza que le permitan decirse a sí mismo que hay una posibilidad de ser feliz. Es decir, el instituto no tiene que ser un centro de adiestramiento militar. Me importa mucho que el estudiante trascienda a sí mismo, que sea capaz de encontrarse a sí mismo. Para eso los docentes debemos de saber escuchar a nuestros estudiantes.

–Es increíble lo que me estás diciendo, ¿escuchas eso, Gerardo?

Gerardo fingía estar atento, aunque más bien estaba bebiendo a pequeños sorbos su frappé. El profesor, con aquella sobresaliente erección bajo la mesa, continuó:

–Llevamos un año sin poner ni un solo reporte por falta de disciplina o mala conducta, invertimos tiempo en evaluar el trabajo docente, diseñamos evaluaciones que vayan dirigidas al proceso más que a los resultados, fomentamos la convivencia y la diversidad sin distinciones de ningún tipo. Para la próxima semana iniciaré con un círculo de lectura y un taller de creación literaria para estudiantes y padres de familia.

El profesor de Karen se había olvidado de la erección aunque ésta seguía allí. Estos temas solían arrobar a sus interlocutores más por su pasión que por su factibilidad. Dio un sorbo prolongado a su café. De las cuatro horas, una había fenecido. A pesar de ser un estorbo sedante, Gerardo no daba muestras de aburrimiento. Comenzaba a ser prescindible para la reunión.

–No cabe duda de que esto es lo tuyo. Me considero afortunada de haber llevado las clases contigo. En la universidad me he destacado en las materias de comunicación y literatura.

–Te noto distinta, Karen.

–¿A qué te refieres con distinta?

–No lo sé. Antes eras como una casa habitación con grandes ventanales, enormes ventanales con hermosas cortinas traslúcidas. En esa casa entraba la luz, pero no se podía mirar del todo hacia adentro. En cambio, en este momento distingo que la casa ha quitado sus cortinas. Las ventanas están abiertas. Es una habitación diáfana.

–¡Te lo dije, Karen!– gritó Gerardo, en una entonación triunfalista. Las mesas vecinas se atribuyeron de inmediato el clisé de voltear a ver al impertinente gritón. En ese momento la erección cedió a una arquetípica flacidez.

–¿En serio notas eso, David?

–Es notorio. No hace falta ser un genio para advertirlo. A tu simpatía le has agregado un matiz de despreocupación. En sentido metafórico, me atrevo a afirmar que viajas con equipaje ligero.

–¿Ves que nada es casualidad?– insistió ridículamente Gerardo. El profesor había sentido un leve desconcierto cuando Karen pronunció su nombre.

–Nada es casualidad.

A partir de ese momento, Karen y Gerardo implementaron un código conformado por rudimentos desglosados de la psicología más pomposa y vulgar. El profesor sintió una especie de vértigo.

–Es por eso que tienes que venir conmigo…con nosotros, pues– continuó Karen, ahora enfundada en una convicción fingida –Ni nosotros ni tú podemos dejar pasar esta oportunidad de unirnos, de compartirnos, de darnos el tiempo para nosotros sin que nos importen los demás.

El profesor trasladó las palabras de Karen a una nueva y efervescente infusión sexual. Imaginó que subían al automóvil y se dirigían al poniente. Él conducía mientras ella jugueteaba con sus piernas, la derecha salía por la ventanilla del auto. Imaginó que hundía su rostro en las comisuras de aquellos senos desafiantes, mientras con las manos reedificaba por completo le belleza de aquella piel lechosa. Se imaginó en una pose postorgásmica, en la cual sus cuerpos formaban un solo cuerpo dedicado a la delectación. Se imaginó respirando hondo, acostado en la dehesa, mientras ella dormitaba sobre su pecho.

La escena se fue al garete.

Casi de la nada, con un movimiento hábil y discreto, Karen deslizó una carpeta de papel con diseño institucional. El profesor abrió la carpeta, sintió un panel finísimo entre sus manos. La carpeta contenía un formato similar a una solicitud de empleo. En la parte superior ponía “Ficha de inscripción”.

–Firma, David. Únete.

–Espera, ¿de qué se trata esto?

–No es casualidad que estemos aquí reunidos– dijo Karen. David se juró a sí mismo golpear o asesinar a cualquiera de sus dos interlocutores en caso de que escuchara nuevamente aquello de la maldita casualidad.

–Yo preferiría hablar de causalidad.

–¿Causalidad?–Karen sonrió brevemente– Eres muy profundo, David. Eso es muy bueno, porque es gracias a esa profundidad que tú eres digno a ser parte de la Misión.

–¿Misión?, ¿de qué maldita misión me estás hablando, Karen?

Gerardo tomó la palabra. El tiempo que había pasado casi en silencio no había sido más que un preludio engañoso.

–Se trata de que te unas a La Misión.

–No lo pienses, David. La Misión es un grupo de personas interesadas en tener un encuentro de profunda transformación, donde cada una de las personas que allí participan se encuentran con su propio yo– dijo Karen.

–En la Misión te encontrarás con personas apasionadas por vivir, libres para decidir y plenas para la virtud– remató Gerardo.

–Se trata de un proyecto interesante donde, a través de recursos propios de la tecnología social y de la ciencia humanista, establecemos las condiciones necesarias para nuestro autoconocimiento y autodescubrimiento, compartimos experiencias profundas entre mi ser y otros seres de otros planos cósmicos, manifestamos nuestra conexión a través de lazos de espiritualidad universal. Con esto, sentamos las bases de nuestra propia misión y heredamos un legado de éxito y amor para nuestro país. Esa es nuestra misión; de ahí el nombre del grupo.

Era la primera vez que el profesor escuchaba que Karen establecía un discurso conformado por más de una oración. A pesar de la rimbombante y risible terminología utilizada por su exalumna, era evidente que algo en ella había cambiado. Para describirla, se atrevió a inmiscuir un término de corte social: la habían alienado.

Un bullicio moderado, risas súbitas, vagos sonidos de teclas golpeteadas, una leve melodía de pseudojazz cosmético, fue aquel encuadre informe para aquel discurso amorfo de aquella mancuerna enajenada. Ya se habían extinguido dos de las cuatro horas que David tenía entre el trabajo y la siguiente entrevista con aquel escritor por el que sentía tanta admiración. Más que un derecho, el poder de disentir se había hecho presente pero de una manera disimuladamente sutil. A pesar de haberse pasado el resto de la charla respondiendo “Sí”, “Ajá”, “Ya”, “Ok”, David quiso dejar un hálito de esperanza con Karen. Suspiró.

–Me tengo que retirar, lo siento. La verdad estoy muy ocupado para eso.

–Llámame, David. Te dejo mi número– dijo Karen, regresando un poco a la Karen de las fantasías. Colocó una servilleta en el puño izquierdo del profesor. Él se sintió abruptamente harto.

–Es seguro que te llame, lo que no es nada seguro es que me inscriba a dicho evento…

–A la Misión, David, la Misión– aclaró tácitamente Gerardo.

– La Misión… sí, La Misión… disculpa Gerardo. No es nada seguro que asista a la Misión. Agradezco su interés.

Cuando hubo terminado de empacar sus pertenencias, se levantó de golpe. Karen lo tomó del brazo y acercó su rostro a la oreja derecha del profesor como si quisiera hacerle una confesión. David quedó a la deriva, nuevamente con algunos cabellos ocre en la comisura de sus labios. Pensó cambiar drásticamente de tema, quizás recomendarle un nuevo libro. Temió (quizás deseó) recopilar nuevo material para sus fantasías, pero la brecha entre sus deseos y el hartazgo de aquel miércoles atípico fueron más fuertes. Mientras abrazaba a Karen a modo de despedida, y no tan efusivamente como al inicio del encuentro, notó que Gerardo no apartó la vista de ellos en ningún instante.

–Ha sido un placer encontrarte. Quizás pudiéramos vernos para hablar en perspectiva, desde otras voces, desde otros ámbitos. Sabes…

–Nada es casualidad, David.

–Pero Karen, yo…

–Nada es casualidad.

Los académicos

Poema «Los académicos». Imperdible.

AKADMXZen

texto: Cualquier Fulando

El académico huele

a plantas y piedras

sale a pasear

matutinamente,

universitariamente,

por los prados de la escuela.

El académico

recula el culo alegre,

sobrepuesto de su pereza mental

escucha jazz, y ritmea

por longitudes

con un chasquido;

(un cha-cha-chá).

Se reúne

en cálidas manadas

según el intelecto

de sus placeres,

adquiere amaneramientos

(y evita los barbarismos léxicos

de la barbarie a la que alguna vez perteneció)

escribe

en sirremas afeminados,

y se procura absurdas asonancias.

Los académicos

tienen la boca mojada

de palabras viscosas;

tienen tabacos,

páginas, plumas,

corazones

quebradizos

como hostias.

Tienen hojas multicolores,

y dulces historias de caballería borgiana

y horóscopos de críticas literarias [historiográficas, filosóficas, pedagógicas…]

y dedos amarillos de nicotina

y la cara de cacansados de sueño,

y la nueva gramática del milenio,

y lugares comunes de la soledad y la historia del pensamiento crítico,

y yámbicos constructos ultra isométricos,

-pedantes metatextos…

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Paréntesis II.


Porque para algunas personas, lo sublime es sinónimo de terror. No. Mejor así: ¿por qué para algunas personas lo sublime es sinónimo de terror?

Quizás se entienda mejor si acudimos a nuestros instantes interminables de apetencia. Elegimos esta tarde como la concatenación de ese espacio entre el mediodía y el anochecer. Un capricho diurno y fugaz. Son instantes porque contigo el tiempo suele extinguirse como un parpadeo entre las manos; son interminables porque la memoría les otorga la facultad de ser perennes. El estar juntos como una confusión salvaje entre la esperanza de complacernos por poseernos y el denuedo de recordarnos como poseídos mutuamente.

Y el alma salía insumisa al encuentro de nuestra alegría. Yo solía escribirte cantos en el suelo con trozos de leña devenida a carbón. Tú solías soltar tu pelo al viento en un crepitar contrapuntísitico como la sal al fuego. En esta tarde, en la zona oriente de la ciudad, se fundó entre paréntesis nuestro sitio de recreo. La víspera un sueño. Al arribo del crepúsculo una colección de infinitos campos plagados con animales místicos de papel.

El escape anónimo y frugal para los cotidianos, era nuestro inminente disfrute. La revolución de lo bello no ya como el vapuleo del gozo: nosotros reinventamos los encuentros con los ojos de par en par. No nos hacíamos simple compañía, más bien compartíamos nuestras soledades en una ausencia colmada de placer. Irremediablemente, coincidiamos una y otra vez en tu sonrisa, la niña en fachas que con su canto sosiega la razón contraria de tu no presencia. Lo más difícil de estar contigo es afrontar el momento de separarme de ti para volver a ocupar los roles impelidos por el vacío social. Las horas contigo son horas con musas (tú eres muchas musas), todas ellas manifestaciones sublimes de la vanagloria y la presunción.

Tú, la fuerza de mi voluntad, el sagaz consentimiento, el loor al beneplácito. Tú, la antipoda del escepticismo a la inmortalidad. Porque en esta y en todas las tardes he decido ser inmortal a tu lado. Porque el discurso de las cosas ha cobrado un fuero vehemente, febril e inédito: real.

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