Cómo leer literatura

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Publicado originalmente el 4 de junio en el suplemento cultural Barroco de El Diario de Querétaro.

Es ironía, pero el pesimismo es tan hilarante como provocador: “Igual que la danza folclórica, el arte de analizar obras literarias está en las últimas. La tradición de lo que Nietzsche llamaba lectura lenta corre el peligro de extinguirse para siempre”. Así abre Terry Eagleton su libro Cómo leer literatura(Ariel, 2013) un manual de literatura para principiantes en donde se presentan las claves para conocer las herramientas básicas de la crítica literaria: el tono, el ritmo, la textura, la sintaxis, las alusiones, la ambigüedad y otros aspecto formales de las obras literarias.

¿Cuál es la pertinencia para presentar un manual de crítica literaria para principiantes? Leemos sin poner atención. En nuestra lectura –a decir de Eagleton– nos quedamos unicamente con el argumento, en el mejor de los casos. Dejamos de lado la forma, los recursos que utiliza el autor para explicar el argumento, que es lo que confiere a un texto su carácter literario, su naturaleza de creación artística. Somos víctimas y victimarios de la lectura dispersa y superficial. Tras leer un libro, ¿cómo aprendemos a distinguir el grano de la paja, cómo sabemos si un texto es bueno, malo o solo intrascendente?

El espectro de autores que aborda y que, sutilmente, obliga a leer Eagleton van desde Shakespeare y Jane Austen hasta Samuel Beckett y J. K. Rowling (sí, Harry Potter es una obra literaria maravillosa apta para los lectores de todas las edades). En el repertorio de obras que se esparcen a lo largo del libro a modo de objeto de estudio y de detonadores de la lectura, se examina la narratividad, la imaginación creativa de los autores analizados, el significado de la ficcionalidad y la tensión entre lo que la obra literaria dice y lo que muestra.

Para abrir el texto, Eagleton se vale de una anécdota escolar: la discusión de un imaginario grupo de estudiantes que debaten en un seminario sobre la novela Cumbres borrascosasde Emily Brönte (¿cuántos colegios en Querétaro tienen este tipo de iniciativas al interior de sus actividades cotidianas?). A partir de esa anécdota, Eagleton aporta su primer argumento: una obra de ficción puede contarnos que uno de los personajes está ocultando su verdadero nombre bajo un seudónimo, pero aunque nos cuenten cuál es su verdadero nombre, formará parte de la ficción en la misma manera que el seudónimo.

Eagleton no solo se enfoca en la narrativa. A propósito de la creación en el campo de la poesía, el autor refiere que un poeta puede componer un auténtico lamento sin sentir el más mínimo desconsuelo, del mismo modo que puede escribir acerca del amor sin sentir pasión. ¿Cómo es posible esto? Implicando en un enfoque contextual propio de los Estudios Culturales, Eagleton deduce que una cosa es la emoción y otra la convención. La emoción genuina implica rechzar el artificio de las formas sociales y hablar directamente con el corazón.

Respecto a los personajes, Eagleton reconoce que los personajes más atractivos en la Literatura son aquellos cuyas pillerías resultan más fascinantes que la posibilidad de ganarse el respeto de la gente. Asimismo, los personajes poderosos se pueden permitir la trasgresión, mientras que los personajes pobres y los indefensos deben de andar con cuidado: tienen que evitar se insípidos para evitar acusasiones graves. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

¿Qué hace a un personaje ser memorable? Al respecto, Eagleton señala que un escritor puede acumular una frase tras otra, un adjetivo tras otro (Huidobro decía que el adjetivo, cuando no da vida, mata), con el objetivo de determinar la esencia imprecisa de una cosa. No obstante, cuanto más lenguaje ocupe el escritor para descubrir un personaje o una situación, más tenderá a enterrarlo bajo un montón de generalizaciones. O, pero aún, lo hundirá bajo el lenguaje mismo.

Terry Eagleton (Salford, Lancanshire, actualmente Manchester, Inglaterra, 22 de febrero de 1943) es crítico literario y cultural británico. Nació en el seno de una familia obrera y católica, cuyos abuelos era inmigrantes irlandeses, más humildes incluso que su familia paterna. De niño fungió como monaguillo y portero en un conventos de carmelitas, de acuerdo a lo que el mismo autor rememora en su autobiografía con su acostumbrado tono irónico.

Tempranamente padeció el elitismo de la universidad en la que estudió y de donde se doctoró, el Trinity College of Cambridge. Posteriormente fungió como profesor en el Jesus College of Cambridge. Tras varios años de enseñar también en Oxford (Wadham College, Linacre College y St. Catherine’s Colleg), obtuvo la cátedra John Rylands de Teoría Cultural de la Universidad de Manchester. Actualmente es profesor de Literatura Inglesa de la Universidad de Lancaster.

Eagleton fue discípulo del crítico marxista Raymond Williams. Inició su carrera como estudioso de la Literatura de los siglos XIX y XX para, posteriormente, trabajar la teoría literaria marxista, bajo la influencia de Williams. En las últimas décadas, Eagleton se ha integrado al espectro teórico de los Estudios Culturales integrándolos con la teoría literaria tradicional.

En la década de los años sesenta formó parte de Slant, agrupación católica de izquierda, desde donde escribió varios artículos de corte teológico, cuyo resultado se plasma en el libro Towrads a new left theology. Sus publicaciones recientes evidencian un interés renovado por los temas teológicos. Asimismo, Eagleton sigue esgrimiendo sus ideas en otra de sus grandes áreas de interés teórico: el psicoanálisis. Es también un gran promotor en el Reino Unido de la obra de Slavoj Žižek.

Al calce:el 1 de junio iniciamos con la lectura de El Quijote de la Mancha. Busca el #Cervantes2018 y únete al viaje lector.

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Apuntes para un incipiente escritor de cuentos*

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Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 646, del Diario de Querétaro del 19 de febrero del 2017.

  1. No existe ni existirán dos cuentos con estilos iguales. El cuento puede estar escrito en modos infinitamente distintos.
  2. Algunos cuentos se resumen de manera clara y concisa a modo de anécdota.
  3. Otros cuentos no son otra cosa que anécdota.
  4. Una anécdota es, a lo sumo, un relato breve de un hecho que resulta curioso. Puede expresarse como ilustración, ejemplo o entendimiento.
  5. Pero recuerda, la anécdota también es el argumento de una obra.
  6. Algunos cuentos tienen un desarrollo que está formado por secuencias abruptas de acciones que se enlazan hasta llegar al clímax.
  7. Otros, en cambio, dan cuenta de una vida oblicua y tangencial, es decir: presenta desviaciones respecto a un tema o personaje.
  8. Existen cuentos en los que parece que el autor los hubiese parido de la vida misma: aún conservan frescas las huellas de su nacimiento.
  9. Hay cuentos que son simples episodios sueltos; su significado puede ser hermético para el mundo o reservado para algunos cuantos.
  10. Hay personas para las cuales lo mejor y más querido que tienen es algún tipo de enfermedad del cuerpo o del alma. La cultivan a lo largo de toda su vida y viven sólo para ella; la padecen, pero se alimentan de ella, se están quejando siempre de esa dolencia ante los demás y de ese modo atraen su atención. Así se ganan la compasión de la gente, pero aparte de eso no tienen nada. Si los librásemos de su enfermedad, si los curásemos, haríamos de ellos unos desdichados, al privarlos de lo único que daba sentido a su vida: se quedarían vacíos. A veces la vida de un hombre es tan mísera que se ve forzado a apreciar su mayor defecto y a vivir para él. Puede decirse que a menudo la gente se vuelve depravada por puro aburrimiento.
  11. Sí, la anterior cita proviene de un cuento, “Veintiséis hombres y una muchacha” de Máximo Gorki.
  12. Cuentos alegóricos: una virtuosa antología de metáforas que construyen una idea compleja.
  13. Cuentos especulativos: ahora se les conoce como ciencia ficción, fantasía, terror, ficción distópica, ficción utópica, ficción apocalíptica y la llamada ucronía.
  14. Cuentos reflexivos: cuyo reflejo puede ir o no emparentado con la cotidianidad de quien lee y de quien lo escribe.
  15. Cuentos pictóricos: un pictograma, por ejemplo.
  16. Cuentos ingeniosos: ¿conoce, Caro Lector, los cuentos de Andrés Neuman?, ¿ha leído “Las furias de Menlo Park” de Ignacio Padilla?
  17. Cuentos psicológicos: no, no son terapéuticos. Suelen ser contraproducentes.
  18. Cuentos que parecen trozos de un reportaje.
  19. No, un reportaje no puede ser un cuento en sentido estrictamente literario.
  20. Cuentos que dicen todo mientras aparentan no decir nada.
  21. La nada (o el todo) puede ser un tema para un cuento.
  22. Nota mental: Lea “El todo que surca la nada” de César Aira.
  23. Todos los cuentos son aceptables. De acuerdo a E. H. Bates, todos los cuentos son parte del desarrollo del cuento moderno.
  24. Los críticos (esos seres tan deleznables como necesarios) se encargarán de hablar de esos cuentos y les darán vueltas, muchas vueltas… pero jamás podrán definir esa virtud llamada equilibrio, un guiño expresivo que delata el instinto del escritor.
  25. Por dicho equilibrio, un cuento deberá de sopesarse en las manos. Con arte cuasi curatorial, deberá de pasar bajo una prueba de estética e intuición.
  26. Quizás deba enmarcar esta frase, Caro Lector, o, al menos, trazarla con marcatextos: el equilibrio del cuento puede ser destruido por una sola frase superflua, por una palabra.
  27. El adjetivo que no da vida, mata. Me dijo alguna vez Francisco de Paula Nieto. Parafraseaba a Huidobro.
  28. La prueba crítica de la forma del cuento consiste en observar a un escritor que trama su cuento pieza por pieza, como alguien que construye una torre de cerillos, y que llega el momento en que siente consciente e instintivamente cuál será el último, y en qué momento la torre no soportará más.
  29. Si un cuento pasa la anterior prueba, ha superado todas las pruebas.
  30. Sí, la Biblia es mejor desde su perspectiva narrativa. Ruth, la parábola del hijo pródigo, Susana, Jonás, son solo algunos ejemplos emblemáticos de la vocación cuentística de la subvalorada Biblia.
  31. Imitar a Roberto Bolaño es un ejercicio interesante y útil, pero no sonarás como Roberto Bolaño, acaso como un impostor.
  32. La novela no es un arte superior al cuento. Mientras ésta se puede permitir el recreo de escenarios, el cuento acude a la concreción de universos.
  33. No puedes morir antes de leer “La princesa y el guisante” de Hans Christian Andersen.
  34. “La dama del perrito” puede arrancarte lágrimas o añorar un amor así. Sí, es de Chéjov.
  35. Joyce es Joyce. Finnegans Wake es quizás la perfecta conjunción entre desafío y lectura lúdica.
  36. Mientras haya escritores de cuentos que puedan pasar la prueba del equilibrio, el cuento sobrevivirá sin importar su forma.
  37. El cuentista que espera que su lector revele signos de audacia artística, morirá en la espera.
  38. Pero nunca escribas para tus contemporáneos, como decía Augusto Monterroso, ni mucho menos para tus antepasados. Escribe para la posteridad.
  39. En la literatura no hay nada escrito aunque ya todo esté escrito.
  40. El lector que por error recibe un libro de cuentos en vez de la novela que pidió se sentirá estafado, porque la novela está de moda.
  41. En Querétaro no hay revistas literarias. Mucho menos una revista dedicada exclusivamente al cuento. Y vaya que hay escritores que fomentan el arte del cuento. ¿Conoce, Caro Lector, a Fernando Tamariz?
  42. A continuación, un cuento, aunque en realidad se trata de un microrrelato que, no obstante, pasa la prueba del equilibrio. Se titula “El emigrante” de Luis Felipe Lomelí:

«El emigrante»

-¿Olvida usted algo?

-¡Ojalá!

  1. Juan Pedro Aparicio escribió el que quizás es el microcuento más corto de habla hispana, consta de una palabra:

“Luis XIV”

Yo.

  1. Parafraseando a Hemingway: si ningún bien puede resultar de los tiempos aciagos por los que atravesamos, al menos producen cuentos.
  2. ¿Y si la idea que tienes en mente la conviertes en cuento?

* Texto inspirado por la lectura del siempre imprescindible Lauro Zavala, Teorías del cuento I. UNAM, 1995.

Vive con Positivismo.

Comte

Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 611, del Diario de Querétaro del 5 de junio del 2016.

4.57 hrs.

Te levantas por condición, porque el ritmo circadiano te ordena que te largues a trabajar. Como buen ciudadano del neoposmodernismo, tras desactivar el despertador, revisas enseguida las actualizaciones y notificaciones de Facebook. Lo primero que ves es la publicación de una de tus amistades (en realidad no recuerdas ni por qué razón es tu amiga… ni por qué la tienes agregada a tus 1657 amistades). Lees: “La felicidad está en la actitud positivista que tengas ante la vida. A veces le exigimos tanto a la vida que olvidamos que la vida nos ofrece en cada minuto, en cada segundo de nuestro tiempo momentos inolvidables y verdaderamente felices…” (sic). Reparas en aquella palabra y vuelves a leer, en esta ocasión un poco más despierto que al principio: “La felicidad está en la actitud positivista que tengas ante la vida.”. Y tu mente no hace más que cavilar en espetar con violencia todas las nociones a priori, de acuerdo a lo que tu amistad sugería.

6.07 hrs.

A oscuras, sales a la calle a bordo de tu automóvil y enciendes el radio en un nuevo intento por desperezarte. El exultante conductor de un insípido noticiario embelesa los altavoces con voz de terciopelo en cuello: “Vamos con toda la actitud en este día. Con toda la buena vibra, arrancamos este miércoles, ombligo de semana, con la pila bien cargada y llenos de positivismo. Vive la vida, vive con positivismo”. Y tu mente no hace más que imaginar viviendo sistemáticamente bajo la premisa de que los únicos conocimientos válidos científicamente son aquellos que provienen de la experiencia y renegando de todo reducto metafísico. Pero apenas terminas de imaginarte positivista y te asalta una duda: ¿acaso la felicidad, la actitud, la buena vibra, la pila bien cargada y hasta el ombligo de semana no son nociones en sí metafísicas?

6.58 hrs.

Safe! (en inglés; en español sería seif). Hoy checaste a tiempo. Mañana, solo dios… Recorres el pasillo que te conduce a la oficina. Y reparas en rincones decorados. No. En espacios adornados con post-it (en inglés; en español sería poustis o algo así), hojas tamaño carta con ilustraciones pixeladas (¿se dice así?), animales grotescos con trazos infantiles en modo adulto, todos ellos en una elucubración optimista para estimular tu día: “Piensa positivo, siente positivo vive positivo”, “Hacen falta días malos para darte cuenta de lo bonitos que son el resto”, “No hay cosa seria que no pueda decirse con una sonrisa”, “La única diferencia entre un día bueno y un día malo es la actitud positiva con la que asumes tu vida”… y muchas más en el mismo tono.

Una de las tantas secretarias que pululan en el lugar, y a quien seguro estás que de es la primera vez que has visto, nota tu rostro consternado y, notablemente conmovida, te espeta:

–Están lindos los mensajes, ¿verdad?

–¿Perdón?

–Los mensajes, creo que son lindos. Creo que debemos de vivir con positivismo.

–¿Con positivismo?

–Pues sí, ver la vida positivamente. Aceptar y hacer la voluntad de dios. Echarle ganas, quedarse con lo bueno y desechar todo lo malo, total: todos vamos para el mismo lado.

Un repentino escalofrío te saca de tu postración y te retiras de lugar sin despedirte. La secretaria alcanza a emitir un comentario que jamás lograrás descifrar.

Para el pensamiento sociológico, la figura de Augusto Comte (1798-1857) ocupa un sitio preponderante no solo porque él fue quien inicialmente acuño el término Sociología, tras un largo debate interdisciplinario del concepto “física social”, binomio un tanto irónico que no satisfacía el enfoque metodológico para la noción de un objeto de estudio emanado desde la sociedad.

Para Comte, en la Sociología era posible obtener conocimientos de la sociedad desde un enfoque científico, con una metodología similar a la utilizada en las ciencias duras como la Física, la Química y la Biología. Acaso para Comte, la Sociología era la última ciencia que quedaba por crear, más que por su objeto de estudio novedoso (el fenómeno social), lo era por su complejidad y significación.

Una vez establecido su marco metodológico, la Sociología como ciencia debía contribuir al bien común, desde una metodología que fuera capaz de comprender, predecir y controlar el comportamiento humano. Para lograr su cometido, Comte, bajo la influencia de Hume y Saint-Simon, establece el Positivismo. Más que poner caritas en fomi o actualizaciones con alarde excesivamente optimista, el Positivismo consiste en no admitir como validos científicamente otros conocimientos más allá de los que proceden de la experiencia, rechazando las nociones a priori y todo concepto universal y absoluto. Lo que se denomina como hecho es la única realidad científica, mientras que la experiencia y la inducción, se adscriben al método científico positivista.

Vaya ironía. El Positivismo propugna la negación de todo lo ideal, de los principios absolutos, abstractos y metafísicos. Comte propone el término porque se interesó por una nueva problematización de la vida social para el bien de la humanidad a través del conocimiento científico para que, mediante dicho conocimiento, se tuviera el control de las fuerzas naturales.

El Positivismo aborda la historia humana bajo el enfoque de la Ley de los Tres Estados:

  • Fase teológica o mágica, también denominada la infancia de la humanidad. En esta etapa las personas dan explicaciones mágicas de los fenómenos naturales, utilizan categorías antropológicas para comprender el mundo y técnicas mágicas para dominarlo. También creen que ciertos fenómenos son causados por seres sobrenaturales o dioses.
  • Fase metafísica o filosófica en donde, si bien el hombre deja de creer en seres sobrenaturales, comienza ahora a creer en ideas. Las ideas racionales sustituyen a las entidades abstractas y términos metafísicos.
  • Fase científica o positiva, tras un largo proceso, la persona se dedica a estudiar las leyes de los fenómenos. El conocimiento se basa en la observación y la experimentación, y se expresa con el recurso de la matemática. Se busca el conocimiento de las Leyes de la Naturaleza para su dominio técnico.

18.47 hrs.

Comprendes las explicaciones mágicas, no por su fundamento científico, sino por la necesidad que tenemos las personas por aplazar la esperanza, prorrogar la tragedia y por la ansiosa necesidad de comprender el mundo. Quizás la palabra correcta sea optimismo, pero te conmueve el brío con el que nos empoderamos desde el supuesto Positivismo.

Aunque la frase “echarle ganas” no signifique nada, y “ponerse las pilas” te remita más a Toy Story que a un sinónimo de resiliencia, elijes tus batallas y te persuades de estar bien, acaso por un sentimiento agudo de nostalgia a la inversa. La anomia disfrazada de optimismo.

ERR. Primera entrega.

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Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 607, del Diario de Querétaro del 8 de mayo del 2016.

Decía Bertolt Brecht en su poema Die Bücherverbrennung (traducido como La quema de libros):

Cuando el régimen ordenó los libros con sabiduría peligrosa,

Quemar en público, carretas con libros a las hogueras,

Y todos los bueyes fueron forzados a hacerlo, pero

Uno de los poetas perseguidos al revisar, con gran estudio,

La lista de los quemados, se quedó estupefacto, pues su libro,

Había sido olvidado. Fue volando en la alas de la ira,

A su escritorio, y escribió una carta a las autoridades.

¡Quémenme!, escribió con gran pesar. ¡Quémenme!

¡No me hagan esto a mí! ¿No he dicho

Siempre la verdad en mis libros?

¡Y ahora ustedes me tratan como si fuera un mentiroso!

Yo les ordeno: ¡quémenme!

Lo anterior lo escribió poco después de enterarse que sus libros estaban en el catálogo a quemarse.

La palabra holocausto proviene del latín tardío holocaustum que lacónicamente significa “gran matanza de seres humanos”, de acuerdo a su primera y grave acepción. El peso de la historia ha nombrado con esa palabra a la aniquilación sistemática de millones de judíos acaecida en durante la Segunda Guerra Mundial.

Pero la idea del holocausto tuvo su origen en otra idea previa: el bibliocausto nazi.

En el calendario ponía 30 de enero de 1933. El entonces presidente de la República de Weimar, Paul Von Hindenburg, había resuelto otorgar a Hitler el título irrefutable de canciller. Tras el nombramiento, el rostro de Hitler cobró una extraña sonrisa con matiz de venganza: venía de una ridícula derrota en 1923 tras orquestar un fracasado golpe de estado, pero con este nombramiento se encaminaba hacia el poder absoluto en pos de la reforma para la recuperación del pueblo alemán.

Sentado ante un cúmulo de documentos propios y ajenos, Hitler fijo su mirada hacia tres objetivos: los judíos, los sindicatos y los partidos políticos a excepción del suyo. Desde aquella oficina con libreros de cedro, el canciller tenía la sensación de que habían quedado muy lejos aquella susceptible estampa del pequeño cabo estulto. Un poco más allá reposaba el retrato frustrado del pésimo artista y peor pintor. Ahora se había impuesto el monolito del sagaz político cuyas ideas reformistas habían cobrado un nuevo impulso. Aquella noche, Europa durmió hecha un polvorín.

Para el mes febrero de 1933 de ese mismo año, con base en la Ley para la Protección del Pueblo Alemán, asestaría varios golpes a la libertad de expresión: restricción a la libertad de prensa y la definición de los esquemas de confiscación de material que eventualmente pudiera considerarse peligroso, así como la derogación de la libertad de reunión.

A pesar de no ser alemán, la popularidad de Hitler seguía en aumento. Pero su inusitado éxito no se debía a su propia persona, sino al trabajo coordinado en dos frentes: Hermann Göring y Joseph Goebbels, el segundo con un fanatismo férreo y más acentuado que el primero.

Fue precisamente ese fanatismo exacerbado que le permitió a Goebbels persuadir a Hitler para extremar las medidas persecutorias, por lo que tiempo después fue designado como director de un nuevo órgano regulador del Estado: el Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio del Reich para la Ilustración del Pueblo y la Propaganda).

A causa de una maldita cojera (su renquear le había merecido varios apodos de los que nunca llegó a oír), Goebbels fue rechazado del ejército, por lo que se refugió en la academia. Su férrea disciplina y su interés por la comprensión del devenir occidental lo llevaron a obtener un doctorado en Filología en el año de 1922. Fanático de Nietzsche, no era raro verle en las aulas después de las clases devorando a los clásicos (los griegos eran su predilección) y textos de teoría social desde el enfoque marxista, y todo aquel volumen que cayera en sus manos, siempre y cuando hablara en contra de la burguesía. No era raro verlo en las aulas o en el auditorio del colegio declamando poesía o leyendo en voz alta textos dramáticos.

En la labor de limpia, Goebbels contó con el apoyo incondicional de la Gestapo y del Sicherheitsdienst, así como de Heinrich Himmler, después de que éste obtuvo el nombramiento de jefe de la SS. Este triple entente vicioso, no obstante, tuvo un contrincante: Alfred Rosenberg, el director de la Oficina de Supervisión General de la Cultura, la Ideología, la Educación y la Instrucción del NSDAP. Tan culto como Goebbels, y tan fanático como Göring, Rosemberg había ocupado un lugar especial en el corazón de Hitler tras publicar su libro El mito del siglo veinte, publicado en 1930, en donde se plasmaban sus ideas filosóficas, estéticas y políticas, con una cargada influencia hacia Arhur Shopenhauer. Aun se escucha en la oficina de Rosemberg lo que él interpretaba como un voto de confianza otorgado por Hitler:

–Hitler sabía naturalmente que yo tenía un conocimiento más profundo del arte y la cultura en comparación con Goebbels.

–Pero el trabajo de Joseph ha sido determinante para disuadir al pueblo de la propaganda oposicionista.

–No lo dudo, pero Goebbels solamente llegó a la superficie. La profundidad, a donde hemos llegado, yacía intacta.

–Entonces, ¿por qué Hitler mantiene en ese puesto de semejante responsabilidad a Goebbels?

–Hitler nunca disminuyó su cariño hacia Goebbels, le perdonó todo, inclusive esa perversa fascinación por las prostitutas.

–Pero eso podría interpretarse un agravio contra el Reich.

–Hitler decidió dejar a ese hombre en la dirección de esa esfera que, más que darle poder, lo complementaba desde un punto de vista filosófico. Quizás eso explique el modo en que Joseph Goebbels pudo ganarse la confianza del Führer del modo que yo jamás podría ni siquiera intentar.

El rol de Rosemberg sería efectivo solamente hacia la política exterior, en la reeducación de las naciones invadidas. Sin embargo, Rosemberg tuvo el suficiente poder como para constituir la Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (ERR), órgano de gobierno que iría más allá de la vulgar quema de libros: se encargaría de confiscar bienes culturales para beneficio del Institut zur Erforschung der Judenfrage (Instituto para la Investigación para la Cuestión Judía).

Para el año de 1940, desde su oficina central, Rosemberg había redactado la orden que apremiaba a conseguir libros para la mítica biblioteca nazi llamada Hohe Shule, la cual tendría su sede en Baviera. La biblioteca estaba adscrita al proyecto mayor de la fundación de la Escuela Superior de la NSDAP, la universidad con mayor élite en todo el mundo la cual funcionario como núcleo de otros proyectos alineados a la ideología de Rosemberg.

Escribe o muere.

La aplicación Write or Die 2 te obliga a escribir, sin pretextos o excusas. En lugar de sentarte a esperar a que tus grandes ideas se extingan entre la inmensa masa destructora y distractora de la red, ¡ponte a escribir!

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Te presento lo que escribí en cinco minutos:

Una vez al mes.

No falta nada. En la libreta de direcciones has capturado cada uno de los perfiles de las chicas que estuviste contactando durante los primeros veinte años de tu vida. Las hay de todas las modalidades: rubias, morenas, gordas, flacas, sumisas y aquellas que son unas verdaderas bombas. Es elocuente pero sobre todo estimulante la manera en la que te refieres a ellas desde el punto de vista del amigo, de editor, del periodista... Sin saber de qué iba realmente este esfuerzo, te dedicaste a citarlas a todas (¿a todas?) en el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar. Te sentiste con toda la seguridad de afrontar ese sentimiento que se abnegaba en tu interior, pero supiste salir a flote de ello. Basta de que la edad mantenga al frente de tus argumentos y te presente ante la vida como un inútil perdedor. Basta de la miseria y la mediocridad de un profesionista fracasado. Basta de mentirte a ti mismo, con ese esfuerzo ufano de querer ocultar los verdaderos sentimientos y pensamientos detrás de esa fachada que se describe con tu nombre propio. En este momento te vas a hacer famoso. Bastará con una decena de notas sensacionalistas por parte de tus cómplices, tus apologistas del delito: los medios de comunicación locales.
Y no es difícil, la gente hace cualquier cosa por ser notorios ante otras personas. Recuerda que tienes un perfil falso, y eso ha sido suficiente para que todas las chicas de la agenda se hayan sentido atraídas a tu encuentro. Una no recordaba ni siquiera tu nombre, pero con eso de que la depresión es la peste contemporánea de este planeta, donde al parecer la única panacea es el escape antropomórfico de la realidad a través de las redes sociales, con eso basta para que cualquier persona pretenda uno erigir en su nombre sus propios relatos. En fin, cada quien cojea del pie que quiere o merece.
Escribir no es fácil. No siquiera aplica la consigna de que cualquier imbécil puede escribir, porque la escritura demanda una atención distinta de cualquiera de las otras llamadas artes. Artes o no, son actividades antropológicas no carentes de sustento para la tragedia humana. Y esta tragedia ahora tendrá un verdadero cómplice, una especie de enviado o misionero que carece de toda vergüenza y presume de toda virtud.
No hablemos ya de escribir una nueva novela negra, ni mucho menos de una intensión de darle una vuelta de tuerca al género: algo así como hacer novela negra gonzo. Pero ellas han llegado puntuales. Te han saludado y comenzaron con las dudas y un conato de conflagración. Basta con seguir alimentando sus expectativas. Pero no puedes esperar. Aquello se convierte en una tormenta carmesí, gotas y charcos de sangre iluminan el espacio con una luz de carácter cadavérico, hermosamente matizado por los desnudos de tus queridas amigas. El plato está servido porque la mesa está lista. Ha llegado el momento de decirle a todos y a todo: ¡Salud!

El primer día de clases.

Hoy es el primer día de clases pero no me presentaré al colegio. Al menos en este ciclo escolar. Más me vale no pensar tanto en la emoción de ver nuevamente a mis compañeros, en conocer nuevas materias, en reencontrarme con nuevos y antiguos maestros. Debo de autocontrolarme para evitar pensar en Enrique y en sus interminables invitaciones a tomar café.

Pienso que soy un fracaso porque, mientras yo estoy aquí, sola en casa viendo televisión, recostada en el sofá, mis compañeros están verificando sus horarios, inscribiéndose a los talleres artísticos y a las actividades deportivas. Definitivamente soy la peor versión de mi misma. A eso hay que agregarle un incremento en mi talla de pantalón.

Mientras observo cómo cantan y bailan los estúpidos conductores del programa de revista en la televisión, me arrepiento de haberme comportado más estúpida que ellos, aunque parezca imposible. ¿Que cómo consegui semejante proeza? No fui a la farmacia a comprar condones porque me daba pena. Aún recuerdo las palabras de mi madre: «Pero no te dio pena abrir las piernas, ¿verdad?».

Rabia y pena con una horrible mezcla de impotencia fue lo que me provocó el haber visto llorar a mi padre. Lloraba no como un niño, sino como una mujer deshauciada. Recuerdo que al enterarse no emitió ninguna palabra, solamente noté que se derrumbaba por dentro. Su sonrisa se ha roto para siempre, de eso puedo estar segura.

No sé qué es más grave: el no haberme dado cuenta de mi embarazo sino hasta tres meses después, o el no tener la certeza de quién es el padre. ¿Acaso se puede llegar a semejante nivel de estupidez?

Nota:

En Querétaro ya somos primer lugar en embarazos en mujeres preadolescentes.

http://www.oem.com.mx/diariodequeretaro/notas/n3917966.htm

Lecciones aprendidas de la piedra en el camino.


Hacia las 6:12 a.m. sonaba «Space Oddity» cuando, en la incorporación a la carretera que me lleva a la autopista, rumbo al trabajo, no pude evitar una piedra de cerca de 60 cm3. En una fracción de segundo (siempre quise utilizar esta frase en un ejemplo manifiestamente real) me decidí por la última de las siguientes tres opciones:  girar a la derecha con el riesgo de salirme de la carretera; virar a la izquierda con la improbable posibilidad de salvarme ante una inminente colisión de un tráiler que circulaba junto a mí; confrontar al monolito con las manos bien puestas sobre el volante. El impacto por poco provoca una siniestra combinación entre las primeras dos opciones.

Tras el golpe, de manera estúpida y obstinada quise obligar a la realidad de que se trataba solamente de un neumático pinchado. Ni las maniobras al azar en la oscuridad para insertar la llave en los birlos, ni mis desplantes alarmistas para desviar a los automóviles que venían en impuntual y apurada secuencia, ni esa necesidad urgente de beber un café en aquellos momentos me perturbaron: yo no había tenido la culpa. No cometí ninguna imprudencia vial. No iba a exceso de velocidad. No desafié al destino en pos de una apremiante puntualidad. Fue un accidente: un suceso eventual que alteraba con toda su furia el orden aparente de mi rutina habitual.

Durante las cuatro horas siguientes en las que traté de cambiar el neumático, rogaba a dios en que no pasara un policía federal (en México, macabra ironía, frecuentemente es deseable que no aparezca la policía) y, mientras llegaba el seguro, las siguientes fueron ideas que, confundidas entre autoconsuelos y reclamos al aire como petardos en colonia popular, resonaron en mi cabeza:

  • Ser parte de un accidente te puede librar de culpabilidad aunque nunca de tu responsabilidad. Si eres victimario pagas; si eres víctima también.
  • En Querétaro, nadie sabe si por daños en la carretera el usuario tiene derecho a un seguro. Y, si así fuese, para cuando hubieres terminado el trámite seguramente ya se habrá convocado a nuevas elecciones para gobernador.
  • No hay roca pequeña. Respetar los límites de velocidad sí puede salvar tu vida. Y sí, a los traileros no les interesas.
  • «Space Oddity» es una gran elección para manejar al trabajo en martes.
  • Los antitranspirantes sí funcionan, incluso después de sobrevivir a un derrapón, a la danza del riesgo vial y a la angustia que provoca la posible llegada de un policía federal.
  • Por cada trece mentadas de madre hay un buen samaritano que te pregunta si estás bien.
  • Gritar leperadas ayuda a liberar estrés. Pero es mejor hacerlo después de cerciorarte de que no has muerto.
  • Aunque la operadora de la aseguradora te pregunte con timbre terso «¿Se encuentra Usted bien?», y a pesar de que el ajustador llegue una hora después y te pregunte «¿Se encuentra Usted bien?», el mejor servicio a clientes lo sigue teniendo Netflix.
  • Además de ser poco soluble al agua, la adrenalina tiene una duración relativamente prolongada.
  • No está nada mal regresar al transporte público. Pero, aunque lo usaste por décadas, no olvides tener en mente la tarifa del camión. Es pedante preguntar al chofer «¿Cuánto cuesta?», al menos para la gente que habitualmente usa ese servicio porque no tiene la más remota posibilidad de comprar un auto.

No quiero dejar de ser niño o letra de una canción para ser cantada por un poeta feliz.

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No quiero dejar de ser niño.

Porque al caminar por las noches lo hago de puntitas

Y por las mañanas a grandes zancadas,

No quiero dejar de ser niño

Para no agotar el alegre motivo

De mis carreras alocadas.

Porque las comidas en familia son aventuras,

Anécdotas contadas con emoción y delirio,

No quiero dejar de ser niño

Para no acabar aburrido

Frente a un televisor encendido.

Porque abundan los amigos y el juego es casi eterno

Interminables jornadas de sudor y carcajadas

No quiero dejar de ser niño

Para no convertirme tan de golpe

En el pobre adulto de las ilusiones robadas.

Porque sueño con delfines, dinosaurios y princesas,

Brujas blancas, cenicientas y palacios de algodón,

No quiero dejar de ser niño,

Para no suprimir en un respiro,

La implacable magia de mi imaginación.

Porque, llegado aquél momento,

A dónde irá mi madre y su alegre abrazo protector,

Su mirada amable y su canto matinal,

Que me inspiran confianza, amor y ganas de volar,

A dónde irá mi padre con su firme voz de tenor,

Ese hombre que me alienta, que me exige, que me inspira,

Que espera de mí lo mejor y me enseña lo que es la vida.

A dónde mis abuelos y sus ligeros pasos lentos,

Con sus chistes, memorias y desvelos,

Con sus lágrimas, nostalgias y deseos.

Que se me quede la vida atrapada

En una pompa de jabón,

En una ronda, en cualquier juego,

En una bicicleta o en un balón.

No quiero oro ni quiero plata,

Quiero brincar, gritar, saltar… no vestirme de corbata,

Quiero una red social con mis amigos,

En una inmensa rueda tomados de la mano,

No una aplicación o un caro dispositivo,

Que me esclavice al más triste de los anonimatos.

Ese que consiste en tener amigos sin jamás ser amigo.

No quiero dejar de ser niño,

No ya para dejar de estar vivo,

Si no para aprender a equivocarme,

Para apasionarme con el arte,

Para mirar a dios de frente y ver su sonrisa transparente,

Para platicar, reír, llorar y jugar contigo…

Para encontrar el punto exacto,

Entre el instante y lo infinito,

Entre la libertad de vivir alegre,

Como si fuera este, en que todavía soy un niño,

el última día que como niño existo.

Misión.

IMG_1690Aquel miércoles se le había antojado atípico por dos principales razones: 1. Había salido temprano del trabajo; 2. Tenía cuatro horas entre el trabajo y la entrevista con aquel poeta y editor por quien sentía una admiración crónica. Esas cuatro horas se presentaban, asimismo,  como un panorama idóneo para avanzar un poco en la novela que llevaba escribiendo desde hacía ya cuatro meses. No es que se enfrentara a la peste de la hoja en blanco: los personajes de la novela simplemente se habían tornado ridículamente herméticos.

Cruzó el bulevar, cruzó la puerta del café y, no bien llegó a la barra, pidió un americano intenso. Era el único en la fila, una razón más para ese miércoles atípico. Jamás repararía en que la cajera había equivocado la mezcla de café, por lo que en lugar de un intenso hubo de beber una mezcla vulgar entre veracruzano y granos finos.

Subió a la terraza del establecimiento. La mesita de servicio mutó a una especie de oficina emergente, imagen digna de una ilustración de decoraciones más lacónicas que minimalistas. Comenzó a escribir. Las ideas que estaba dispuesto a plasmar las había entretejido durante 45 minutos de trayecto en carretera. Era uno de aquellos empleados que trabajaban lejos de casa. Turistas pendulares, así es como se les denomina en las Ciencias Sociales.

Al abrir la computadora deseó por un segundo que su artefacto de escritura fuera una Remington, más que por una fantasía esnobista, por un deseo de establecer una imagen que lo diferenciara del hombre estándar corcovado predominante en ese tipo de espacios. Aquel fugaz deseo sucumbió a un replanteamiento del personaje. Sabía que con ese tiempo bien podía establecer una mejor perspectiva asociativa entre el personaje principal y su carácter persuasivo, sin que se alterara la trama original.

Instintivamente levantó la mirada para atender con desdén el tránsito de asistentes. Advirtió la presencia de una variedad interesante de corcovados, diferentes tan solo por la marca de sus máquinas. Cuando su mirada se fijaba en un punto neutro entre las escaleras y las plantas genéricas que adornaban la entrada a la terraza, un rostro implacablemente familiar se interpuso en su perspectiva. Tres años de imágenes le llegaron de golpe a la memoria. La sonrisa del rostro detonó en su cabeza un nombre, un apellido, un cuerpo y un puñado de deseos tan insondables como reprimidos. Era ella.

–¡Hola, profesor! ¿Cómo estás?– dijo aquella universitaria que contaba ahora con 20 años cumplidos.

–¡Karen!, ¡Karen Rivas! – respondió en una actitud torpe y amablemente fingida.

Ambos se fundieron en un abrazo elocuente. En aquellos segundos, infirió lo que en fantasía había anticipado: una espalda firme y lascivamente trapezoide. En el límite de los hombros se asomaban un par de huesos en perfecta sincronía casi volátil. Algunos cabellos de aquella melena ocre quedaron atrapados en sus labios. Por el movimiento de Karen dedujo que, como ocurría con frecuencia en el colegio, para abrazarlo ella tenía que pararse de puntitas.

Al separarse sus manos quedaron prendidas con un juego frágil de dedos. Karen inclinó su cabeza hacia el lado derecho mientras exageraba innecesariamente una sonrisa. Él miró fijamente a los ojos de su otrora alumna de Literatura Latinoamericana. La mirada incandescente de Karen era unánimemente discrepante respecto a aquella escena urbana y multitudinaria.

–Te presento a Gerardo, un amigo– dijo la joven mientras señalaba a un sujeto de rostro sedentario y mirada cansina. Portaba una melena con un corte selvático, matizado con  un mechón rubio. Seguramente por su gusto en el vestir, Gerardo había despertado no pocas veces las más alegres y ácidas referencias a Han Solo.

–Mucho gusto, Gerardo.– dijo mientras omitía su propio nombre deliberadamente. Soltó las manos de Karen para colocar lentamente su mano derecha en la barbilla. Se quedó mirando a Gerardo.

–¿Ves que nada es casualidad?– Dijo efusivamente Gerardo dirigiéndose a Karen con un gesto pertinaz.– Karen me ha hablado mucho de ti…

–De hecho veníamos platicando de ti– dijo Karen con un tono insulso. No obstante, Karen había adoptado aquella mirada que le alteraba de manera perjudicial el estado normal de las cosas.

–Por favor, tomen asiento.

–¿No te interrumpimos? Sé que eres una persona muy ocupada– fingió Karen.

Un breve silencio zanjó el saludo de los tres. Karen, acostumbrada a romper silencios, fue la primera en ocupar asiento, justo enfrente de su profesor, aquel tipo que le había regalado “Las correcciones” de Jonathan Franzen. En ese libro Karen había invertido cuatro meses de disciplina e insomnio para culminar dignamente su lectura. Fue un lunes cuando Karen, al término de la clase, se acercó con el profesor a presentarle sus muy legítimas razones para no considerarse una buena lectora. “No ha llegado hasta tus manos ese libro que te convierta en una lectora real”, había atajado su profesor. “No sé, quizás necesito a alguien que me acompañe a encontrarle el chiste a la lectura”, había dicho Karen. Muy lejana estaba la posibilidad de que el profesor se convirtiera al camino del abuso de estudiantes, tal y como no pocos de sus colegas habían optado. Su intachable trayectoria obedecía más al hecho de que en cada escuela donde había trabajado destacaba su probidad y respeto tanto a colegas como a estudiantes, que por la cursi perorata transcrita en su nada desdeñable reseña curricular. No obstante, había en la palabras de Karen una inquietante disuasión. Al principio fue una conmoción de carácter estético, una coartada de carácter literario. En breve tiempo, dicha conmoción devino en violentas fantasías de infusión sexual. Con el paso de los meses, Karen frecuentaba con mayor insistencia el cubículo del profesor de literatura. Devotamente, Karen había leído cada una de las recomendaciones literarias. Sin haberse dado cuenta se había convertido en una lectora voraz. Paralelamente al tráfico intenso de lecturas, Karen había implementado un juego privado, consistente en breves y aleatorias caricias. Al principio, con una diabólica discreción, Karen comenzó conformándose con mesarle el cabello, con rozar sus dedos con aquel rostro ríspido. Karen dejaba leves marcas de uñas en aquel cuello tenso y moldeado. Más adelante, una inocente malicia pervirtió los roces y los llevó a ambos a intercambiar fugaces tocamientos. Era una especie de cleptomanía erótica, un hurto mutuo de espacios erógenos en perenne viceversa. Aquello no fue más allá por una especie de acuerdo tácito que se impuso entre ambos. Había sido como una especie de espera consensuada, de distancia moral: el secreto como una enfermedad. Era como si en aquel momento hubiesen tenido la certeza de que habría un repentino e inevitable encuentro. Y quizás ambos estaban ante dicho encuentro.

–Cuéntame, ¿cómo te ha ido?

–No tengo sorpresas que contar. La verdad es que me gusta mantener un equilibro prolongado de las cosas. Eso me permite tener certezas de mi trabajo. La institución sigue en pie.

–O sea que te ha ido bien.

–Tengo proyectos, estoy escribiendo.

–¿En serio? Te dije, Gerardo. Mi profesor es un buen escritor.

Al decir la palabra “escritor” Karen comenzó a tocar con la punta de su pie descalzo la pantorrilla de su profesor. Una onda expansiva erizó el cuerpo de él por dentro. Tuvo que fingir interés en la charla, aunque su conciencia se había literalmente desdoblado.

–En realidad estoy comenzando a escribir. ¿Recuerdas que te dije en alguna ocasión que aborrecía la categoría de “escritor joven”? Siento que ya he recorrido una ruta decorosa como para plasmar mi perspectiva.

–¿O sea que un escritor debe de ser primero un lector? No estoy de acuerdo–despotricó Gerardo en un intento fallido por intervenir en el diálogo.

–No se trata de una percepción. Más que una carta de buenas intenciones, la creación es un problema ético y existencial–dijo el profesor, mientras el pie derecho de Karen incursionaba en su entrepierna. Había comenzado a transpirar, pero aún mantenía el control de la conversación. Bebió un trago de su café híbrido el cual ya había cobrado un sabor metálico. Tuvo la sensación de haber lamido una moneda.

–¿Pero sigues trabajando en el instituto?– prorrumpió Karen.

–Por supuesto. Pero ahora desde la dirección de sección.

–¿En serio? Es una verdadera lástima, ¿por qué no te pusieron en la dirección cuando yo estudiaba allí?

–En realidad fue una decisión un tanto improvisada. Verás, mis estudios avalaron mi promoción, aunque en realidad yo estudio porque tengo búsquedas personales.

–Me imagino que todos los estudiantes han de estar felices. Todos los estudiantes de mi generación adoramos tus clases. Recuerdo muy bien aquella donde hablamos de Sábato.

–Gracias por el recuerdo– dijo el profesor mientras los dedos de Karen le habían provocado una prominente erección.

–Recuerdo en que en el instituto fui víctima de la estupidez de la directora. Recuerdo también que me sacaban de clases por no traer suéter, por llegar tarde, por olvidar un cuaderno de asignatura, por no justificar una falta, por no traer tenis blancos para la clase de deportes…

–Eso ya terminó, Karen. Considero que hay batallas más urgentes e importantes que hay que librar– respondió mientras se flagelaba con la culpabilidad de mirarse a sí mismo siendo masturbado por una de sus estudiantes (exestudiante, en este caso), cuya imagen siempre fue la de una chica casi brillante.

–¿Qué quieres decir con otras batallas?– Karen abrió lascivamente los ojos. Un par de esferas ámbar destacaban de un rostro terso y grácil.

–El estudiante requiere momentos de certeza que le permitan decirse a sí mismo que hay una posibilidad de ser feliz. Es decir, el instituto no tiene que ser un centro de adiestramiento militar. Me importa mucho que el estudiante trascienda a sí mismo, que sea capaz de encontrarse a sí mismo. Para eso los docentes debemos de saber escuchar a nuestros estudiantes.

–Es increíble lo que me estás diciendo, ¿escuchas eso, Gerardo?

Gerardo fingía estar atento, aunque más bien estaba bebiendo a pequeños sorbos su frappé. El profesor, con aquella sobresaliente erección bajo la mesa, continuó:

–Llevamos un año sin poner ni un solo reporte por falta de disciplina o mala conducta, invertimos tiempo en evaluar el trabajo docente, diseñamos evaluaciones que vayan dirigidas al proceso más que a los resultados, fomentamos la convivencia y la diversidad sin distinciones de ningún tipo. Para la próxima semana iniciaré con un círculo de lectura y un taller de creación literaria para estudiantes y padres de familia.

El profesor de Karen se había olvidado de la erección aunque ésta seguía allí. Estos temas solían arrobar a sus interlocutores más por su pasión que por su factibilidad. Dio un sorbo prolongado a su café. De las cuatro horas, una había fenecido. A pesar de ser un estorbo sedante, Gerardo no daba muestras de aburrimiento. Comenzaba a ser prescindible para la reunión.

–No cabe duda de que esto es lo tuyo. Me considero afortunada de haber llevado las clases contigo. En la universidad me he destacado en las materias de comunicación y literatura.

–Te noto distinta, Karen.

–¿A qué te refieres con distinta?

–No lo sé. Antes eras como una casa habitación con grandes ventanales, enormes ventanales con hermosas cortinas traslúcidas. En esa casa entraba la luz, pero no se podía mirar del todo hacia adentro. En cambio, en este momento distingo que la casa ha quitado sus cortinas. Las ventanas están abiertas. Es una habitación diáfana.

–¡Te lo dije, Karen!– gritó Gerardo, en una entonación triunfalista. Las mesas vecinas se atribuyeron de inmediato el clisé de voltear a ver al impertinente gritón. En ese momento la erección cedió a una arquetípica flacidez.

–¿En serio notas eso, David?

–Es notorio. No hace falta ser un genio para advertirlo. A tu simpatía le has agregado un matiz de despreocupación. En sentido metafórico, me atrevo a afirmar que viajas con equipaje ligero.

–¿Ves que nada es casualidad?– insistió ridículamente Gerardo. El profesor había sentido un leve desconcierto cuando Karen pronunció su nombre.

–Nada es casualidad.

A partir de ese momento, Karen y Gerardo implementaron un código conformado por rudimentos desglosados de la psicología más pomposa y vulgar. El profesor sintió una especie de vértigo.

–Es por eso que tienes que venir conmigo…con nosotros, pues– continuó Karen, ahora enfundada en una convicción fingida –Ni nosotros ni tú podemos dejar pasar esta oportunidad de unirnos, de compartirnos, de darnos el tiempo para nosotros sin que nos importen los demás.

El profesor trasladó las palabras de Karen a una nueva y efervescente infusión sexual. Imaginó que subían al automóvil y se dirigían al poniente. Él conducía mientras ella jugueteaba con sus piernas, la derecha salía por la ventanilla del auto. Imaginó que hundía su rostro en las comisuras de aquellos senos desafiantes, mientras con las manos reedificaba por completo le belleza de aquella piel lechosa. Se imaginó en una pose postorgásmica, en la cual sus cuerpos formaban un solo cuerpo dedicado a la delectación. Se imaginó respirando hondo, acostado en la dehesa, mientras ella dormitaba sobre su pecho.

La escena se fue al garete.

Casi de la nada, con un movimiento hábil y discreto, Karen deslizó una carpeta de papel con diseño institucional. El profesor abrió la carpeta, sintió un panel finísimo entre sus manos. La carpeta contenía un formato similar a una solicitud de empleo. En la parte superior ponía “Ficha de inscripción”.

–Firma, David. Únete.

–Espera, ¿de qué se trata esto?

–No es casualidad que estemos aquí reunidos– dijo Karen. David se juró a sí mismo golpear o asesinar a cualquiera de sus dos interlocutores en caso de que escuchara nuevamente aquello de la maldita casualidad.

–Yo preferiría hablar de causalidad.

–¿Causalidad?–Karen sonrió brevemente– Eres muy profundo, David. Eso es muy bueno, porque es gracias a esa profundidad que tú eres digno a ser parte de la Misión.

–¿Misión?, ¿de qué maldita misión me estás hablando, Karen?

Gerardo tomó la palabra. El tiempo que había pasado casi en silencio no había sido más que un preludio engañoso.

–Se trata de que te unas a La Misión.

–No lo pienses, David. La Misión es un grupo de personas interesadas en tener un encuentro de profunda transformación, donde cada una de las personas que allí participan se encuentran con su propio yo– dijo Karen.

–En la Misión te encontrarás con personas apasionadas por vivir, libres para decidir y plenas para la virtud– remató Gerardo.

–Se trata de un proyecto interesante donde, a través de recursos propios de la tecnología social y de la ciencia humanista, establecemos las condiciones necesarias para nuestro autoconocimiento y autodescubrimiento, compartimos experiencias profundas entre mi ser y otros seres de otros planos cósmicos, manifestamos nuestra conexión a través de lazos de espiritualidad universal. Con esto, sentamos las bases de nuestra propia misión y heredamos un legado de éxito y amor para nuestro país. Esa es nuestra misión; de ahí el nombre del grupo.

Era la primera vez que el profesor escuchaba que Karen establecía un discurso conformado por más de una oración. A pesar de la rimbombante y risible terminología utilizada por su exalumna, era evidente que algo en ella había cambiado. Para describirla, se atrevió a inmiscuir un término de corte social: la habían alienado.

Un bullicio moderado, risas súbitas, vagos sonidos de teclas golpeteadas, una leve melodía de pseudojazz cosmético, fue aquel encuadre informe para aquel discurso amorfo de aquella mancuerna enajenada. Ya se habían extinguido dos de las cuatro horas que David tenía entre el trabajo y la siguiente entrevista con aquel escritor por el que sentía tanta admiración. Más que un derecho, el poder de disentir se había hecho presente pero de una manera disimuladamente sutil. A pesar de haberse pasado el resto de la charla respondiendo “Sí”, “Ajá”, “Ya”, “Ok”, David quiso dejar un hálito de esperanza con Karen. Suspiró.

–Me tengo que retirar, lo siento. La verdad estoy muy ocupado para eso.

–Llámame, David. Te dejo mi número– dijo Karen, regresando un poco a la Karen de las fantasías. Colocó una servilleta en el puño izquierdo del profesor. Él se sintió abruptamente harto.

–Es seguro que te llame, lo que no es nada seguro es que me inscriba a dicho evento…

–A la Misión, David, la Misión– aclaró tácitamente Gerardo.

– La Misión… sí, La Misión… disculpa Gerardo. No es nada seguro que asista a la Misión. Agradezco su interés.

Cuando hubo terminado de empacar sus pertenencias, se levantó de golpe. Karen lo tomó del brazo y acercó su rostro a la oreja derecha del profesor como si quisiera hacerle una confesión. David quedó a la deriva, nuevamente con algunos cabellos ocre en la comisura de sus labios. Pensó cambiar drásticamente de tema, quizás recomendarle un nuevo libro. Temió (quizás deseó) recopilar nuevo material para sus fantasías, pero la brecha entre sus deseos y el hartazgo de aquel miércoles atípico fueron más fuertes. Mientras abrazaba a Karen a modo de despedida, y no tan efusivamente como al inicio del encuentro, notó que Gerardo no apartó la vista de ellos en ningún instante.

–Ha sido un placer encontrarte. Quizás pudiéramos vernos para hablar en perspectiva, desde otras voces, desde otros ámbitos. Sabes…

–Nada es casualidad, David.

–Pero Karen, yo…

–Nada es casualidad.

Paréntesis II.


Porque para algunas personas, lo sublime es sinónimo de terror. No. Mejor así: ¿por qué para algunas personas lo sublime es sinónimo de terror?

Quizás se entienda mejor si acudimos a nuestros instantes interminables de apetencia. Elegimos esta tarde como la concatenación de ese espacio entre el mediodía y el anochecer. Un capricho diurno y fugaz. Son instantes porque contigo el tiempo suele extinguirse como un parpadeo entre las manos; son interminables porque la memoría les otorga la facultad de ser perennes. El estar juntos como una confusión salvaje entre la esperanza de complacernos por poseernos y el denuedo de recordarnos como poseídos mutuamente.

Y el alma salía insumisa al encuentro de nuestra alegría. Yo solía escribirte cantos en el suelo con trozos de leña devenida a carbón. Tú solías soltar tu pelo al viento en un crepitar contrapuntísitico como la sal al fuego. En esta tarde, en la zona oriente de la ciudad, se fundó entre paréntesis nuestro sitio de recreo. La víspera un sueño. Al arribo del crepúsculo una colección de infinitos campos plagados con animales místicos de papel.

El escape anónimo y frugal para los cotidianos, era nuestro inminente disfrute. La revolución de lo bello no ya como el vapuleo del gozo: nosotros reinventamos los encuentros con los ojos de par en par. No nos hacíamos simple compañía, más bien compartíamos nuestras soledades en una ausencia colmada de placer. Irremediablemente, coincidiamos una y otra vez en tu sonrisa, la niña en fachas que con su canto sosiega la razón contraria de tu no presencia. Lo más difícil de estar contigo es afrontar el momento de separarme de ti para volver a ocupar los roles impelidos por el vacío social. Las horas contigo son horas con musas (tú eres muchas musas), todas ellas manifestaciones sublimes de la vanagloria y la presunción.

Tú, la fuerza de mi voluntad, el sagaz consentimiento, el loor al beneplácito. Tú, la antipoda del escepticismo a la inmortalidad. Porque en esta y en todas las tardes he decido ser inmortal a tu lado. Porque el discurso de las cosas ha cobrado un fuero vehemente, febril e inédito: real.

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