Cuando el cine conoció a la literatura II

Carol

Publicado originalmente en el suplemento cultural Barroco número 594, de El Diario de Querétaro de  30 de enero del 2016.

Tanto en el cine como en la literatura, las posibilidades de un análisis son asequibles en la medida en que el lector/espectador sea capaz de sistematizar y expresar sus propias ideas de acuerdo a lo que lee o ve. En esta vertiente de posibilidades surgen experiencias en los linderos del placer estético y del placer intelectual. Ambos universos, tanto el estético como el intelectual, son parte de una experiencia estética total, sofisticada, concreta, intransferible y, sin embargo, efímera.

La mancuerna virtuosa del placer estético y del placer intelectual tiende a cobrar vivacidad y sofisticación dignas de un acto de plena libertad.

Para una mejor recepción e interpretación de la obra, tanto el placer estético como el intelectual aportan un conjunto mínimo de elementos, tales como:

  1. El prestigio de los autores, editoriales, actores, escritores, productores…: “sigo esperando que llegue a las librerías mexicanas el más reciente libro de Karl Ove Knausgård”; “pues claro que es buena película, el director es González Iñárritu y la actúa DiCaprio”.
  2. Las condiciones personales para elegir determinado libro o película de acuerdo a los interesantes de cada lector/espectador: “Dicen que el libro de las 50 sombras de Grey es muy intenso. Ya me interesó”; “¿Ya viste la nueva de Star Wars”.
  3. Los antecedentes simbólicos que presente la obra: “este libro presenta un replanteamiento del género detectivesco”; “dicen que esta película propone un giro en el personaje Mad Max”.
  4. La memoria literaria y cinematográfica de cada lector/espectador: “Ah, esa película me recuerda a Gladiador y a El Conde de Montecristo”.
  5. Y el contrato simbólico y de inteligibilidad para que el mundo narrado y representado a través de la narrativa literaria y cinematográfica: “–¡Ay, no es posible que un helicóptero sobrevuele así sobre el zócalo de la Ciudad de México; –Te recuerdo que estamos viendo una película del 007”.

En este sentido, dentro de las películas nominadas encontramos ejemplos clave que nos permiten poner en práctica los anteriores elementos de análisis e interpretación. Veamos.

Carol (Carol, 2015) bajo la dirección Todd Haynes, con el sublime duelo actoral de Cate Blanchett y Rooney Mara y la adaptación de la dramaturga neoyorkina Phyllis Nagy, es una composición poética narrativa y visual inspirada en la novela El precio de la sal (Anagrama, 1997) de Patricia Highsmith, quien la publicó originalmente en 1952 bajo el seudónimo de Claire Morgan.

La novela narra la historia de Therese Belivet, una escenógrafa que para ganarse la vida trabaja eventualmente en una tienda departamental durante la temporada decembrina neoyorkina. Entre el bullicio de la temporada, la situación emocional de Therese y el irrefrenable paso de la cotidianidad, una mujer rubia aparece para comprarle una muñeca a su hija. Se trata de Carol Aird, dama elegante, sofisticada, poderosa en el terreno de lo económico, que padece una profunda crisis emocional ante su inminente divorcio.

Tras aquel encuentro fortuito, ambas mujeres se enamoran. Luego de sostener encuentros cada vez más frecuentes, secretos e intensos, emprenden juntas un viaje pretendiendo cruzar el país, aunque el aún esposo de Carol se encargará de suspender la travesía.

De ninguna manera piense, caro lector, que le estoy “espoileando” (del modismo anglicismo spolier: describir aspectos importantes de una trama antes de que el lector/espectador haya accedido a la obra). Uno de los rasgos narrativos que diferencian el estilo de Highsmith respecto a Agatha Christie, Arthut Conan Doyle y hasta de Alfred Hitchcock, es que suele revelar aspectos fundamentales de la trama en las primeras páginas del libro, por ejemplo, desvelar al asesino.

Como autora de suspenso, Highsmith estaría más cercana a Dostoievsky, es decir, a un suspenso que pasa de largo los datos, cifras, pistas, y se avoca más a los motivos del asesino. Más allá de una profunda exploración en el protagonista, el lector tendrá poco o nada que encontrar.

Acaso para conservar su incipiente prestigio en el mundo de las literatura y el cine (Alfred Hitchcock llevó al cine Extraños en un tren (Editorial El País, 2004), novela que había sido editada por la prestigiosa Harper & Bros.); quizás porque en la década de los cincuenta la homosexualidad era considerada como una enfermedad; tal vez porque Highsmith intuía que podía ser estigmatizada como escritora lesbiana de literatura lesbiana; la autora con seudónimo decidió utilizar el título de la sal, para posteriormente retomar el de Carol en la década de los ochenta, cuando los prejuicios hacia la homosexualidad se habían matizado.

En realidad, Carol o El precio de la sal es un retrato literario de la misma Patricia Highsmith, cuya inspiración surgió desde 1948 cuando la autora vivía en Nueva York, a un año de la publicación de Extraños en un tren. Una fuerte depresión y una profunda crisis económica orillaron a Highsmith a conseguir un empleo eventual como empleada en una tienda de almacenes en Manhattan durante la aglomerada temporada decembrina. Junto a otros cuatro o cinco jóvenes en sus mismas condiciones, fue asignada como dependienta del departamento de juguetes, específicamente del enorme aparador de muñecas.

Fueron largas jornadas de trabajo, adosadas por el arduo convivió con muñecas caras y baratas, y por el ingente contacto con niños que se apretujaban a sus padres, o que se deslumbraban o lloriqueaban ante las muñecas nuevas.

Una mañana, entre el agotamiento de permanecer de pie por muchas horas, el barullo de las compras y el caos de la tienda departamental, apareció una mujer rubia envuelta en un abrigo de piel. Aquella dama con mirada confusa y aire ausente, golpeando lúdicamente su mano con un par de guantes, se acercó al aparador de muñecas atendido por Highsmith. Con un gesto pensativo, la mujer compró una muñeca, anotó sus datos en una tarjeta para la entrega a su domicilio y se marchó. A pesar de que se trataba de una compra cotidiana, Highsmith se sintió extraña, conmocionada, al borde del desmayo.

Tanto el libro como la película ofrecen personajes memorables, un relato apasionante por su complejidad y su poética literaria y visual, que impone referentes narrativos que suscitan la empatía y convicción, y un final atípico al que quizás se atribuye que la obra haya vendido más de un millón de copias en su edición de bolsillo en 1954.

Cuando hubo llegado a su departamento, con el fervor de la imaginación creativa, Highsmith plasmó en menos de dos horas su idea en ocho páginas: una historia de amor entre Carol, aquella rubia elegante envuelta en un oneroso abrigo de piel, y Therese, un personaje que quizás pueda parecer un anacronismo en pleno siglo XXI, pero que sigue siendo un referente, quizás un reflejo confidencial propio de nosotros los lectores.

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